18 June 2008

ESA DICHOSA DIRECTIVA EUROPEA DE LAS 65 HORAS


José Luis López Bulla*

La tecnocracia europea está hegemonizando la construcción europea. Se trata de una tecnoestructura que, por definición, no cuenta con un proceso de legitimación democrática. Con todo cuenta con un poder trasnacional asaz desmesurado: sin controles, sin ningún tipo de check and balance. Es una potente casta que está en esas “zonas grises” de la democracia tal como dejó sentado Alain Minc. La casta cuenta sólo con una acreditación administrativa concedida por las autoridades de la Comisión europea, cuya legitimidad democrática es, de igual manera, rotundamente deficitaria. Y sin embargo decide sobre lo divino y lo humano. Así pues, no es de extrañar que exista un diverso movimiento, de signo desigual, que impugne enfáticamente el carácter de dicha construcción. [A punto de cerrar este artículo nos llega la noticia del referéndun irlandés. Mala cosa, desde luego]

Sostengo que la Directiva-horror es la ruptura del pacto social. Por las siguientes razones. 1) La edificación itinerante del Estado de bienestar se ha ido construyendo sobre la base de la negociación (explícita o implícita) de sujetos sociales, políticos e institucionales que se reconocen mutuamente para negociar tales o cuales materias. 2) Ese welfare itinerante es, por lo demás, una cierta hechura del Derecho del trabajo, cuyo carácter tutelar –y, en ocasiones, generador de oportunidades— nadie hasta la presente ha puesto en duda, aunque algunos hayan empezado a proponer una determinada deconstrucción del iuslaboralismo. Ambas cuestiones están siendo laminadas por la casta. Y 3) Porque la mencionada Directiva-horror no ha merecido ni siquiera una conversación previa con los dirigentes del sindicato europeo. Justamente lo mismo que hicieron cuando elaboraron el lLibre Verde sobre la flexiseguridad.

Sostenemos que la Directiva-horror es la ruptura del pacto social. Y, a mayor abundamiento, entraremos en una serie de aspectos en apoyo de lo que tan abruptamente afirma el joven profesor. Hablemos de la “libertad de los antiguos”, tal como la concebían los filósofos griegos.

Aquellos venerables padres de la filosofía `construyeron´ la polis como esfera de las libertades públicas en una rigurosa distinción de la esfera privada. Es decir, de la esfera del dominio privado. En ese sentido, la esfera privada se refería no sólo a la familia sino también al trabajo: desde el esclavo hasta el mundo de los negocios. O lo que es lo mismo: las libertades (sólo para algunos) en la polis se referían al espacio público, mientras que en “lo privado” existían unas relaciones de poder sin ningún tipo de controles. Andando el tiempo se fueron creando las bases para que un buen cacho de los espacios privados alcanzara (en unos casos parcialmente, en otros de manera amplia) el carácter sujetos públicos. De libertades públicas. Pero, diciéndolo con moderación, el universo del trabajo fue considerado como algo a vigilar, y a ser posible confinarlo en los “espacios privados” una vez atravesadas las cancelas de la fábrica.

Las conquistas del sindicalismo, la izquierda política europeos y del Derecho del Trabajo –compartiendo diversamente el paradigma de la acción colectiva por los derechos y poderes— fueron acumulando un relevante elenco de bienes democráticos. Todos ellos consiguieron rectificar –si bien parcial, aunque no de manera irrelevante— los trazos gruesos de la “libertad de los antiguos”. Es verdad, grandes capitanes de industria –el emblema más conspicuo es don Federico Taylor— intentaron contrarrestar ese avance: “si la organización del trabajo es científica, ¿qué pintan en eso los sindicatos”, afirmó el ingeniero norteamericano. Este caballero era un claro exponente de la “libertad de los antiguos”: él disfrutaba de los derechos políticos, pero negaba el uso de los mismos al trabajador en los “espacios privados” de la fábrica y de la organización del trabajo. Pero no pudo del todo.

No pudo del todo, porque la izquierda (sindical, política y iuslaboralista) cayeron en la cuenta de la contradicción existente: de un lado, el reconocimiento de las libertades políticas, tal como se fueron entendiendo a lo largo de los tiempos; y, de otro lado, su negación, a veces de manera violenta, en unos espacios que gradualmente empezaban a no ser privados y de manera fatigosa adquirían, también parcialmente, el carácter de públicos. Por ejemplo, el contrato de trabajo empezó a ser imperfectamente público, pero ya no era del todo privado. Así fue apareciendo una novedad de la que se ha hablado poco: el trabajo aparecía como un bien de intercambio y como objeto de derecho, al tiempo que la persona que trabaja iba siendo sujeto de derecho. Naturalmente era el resultado de un movimiento de sístole y diástole: de la presión de la acción colectiva tout court y del compromiso “entre las partes”, siempre bajo la atenta presencia de doña Correlación de Fuerzas. Pero, compromiso al fin y al cabo.

Y, en el transcurso de los tiempos – y la acción colectiva mediando en ese transcurso— hubo una irrupción abrupta de los procesos de reestructuración y modernización: la radicalmente nueva “gran transformación”, en la recurrente acepción de Karl Polanyi. Como telón de fondo –primero sutilmente, después con no poco desparpajo— se iban generando nuevas zonas grises en nuestras envejecidas democracias. Desde estos lugares, intelectuales orgánicos, escribas sentados y amanuenses en nómina se dijeron: “Oye, esa gente de los sindicatos han alcanzado, a la chita callando, un poder desmesurado”. Por ejemplo, ¿qué es eso de negociar, llegar a compromisos en, pongamos el caso, los tiempos de trabajo y la semana laboral? O en tantas otras cosas... Habían decidido que sus constructos eran científicos y, así las cosas à la Taylor es probable que se dijeran: “¿qué pintaban esos chusqueros del sindicalismo? No, de ninguna de las maneras: sólo hay que hablar con ellos si, a cambio de que les demos legitimidad, se convierten en un sujeto ancilar, en un desigual compadrazgo”.

La idea es la siguiente: para tirar hacia delante en este proceso de reestructuración e innovación hay que desdeñar y lapidar el check and balance que fue diseñando el welfare y el iuslaboralismo, fruto de la acción colectiva del sindicalismo y de las mejores tradiciones de la izquierda política. Tres cuartos de lo mismo cuando empezó la primera revolución industrial.

Digamos que toda revolución industrial –la primera a finales del siglo XVIII, la segunda con la cadena de producción y la tercera con la sociedad de la información en el mundo de la globalización interdependiente— ha significado una puesta en entredicho, dentro y fuera de los centros de trabajo y del puesto de trabajo, de los anteriores equilibrios de poder, fueran muchos o pocos. O, lo que es lo mismo, cada fase emergente intentaba una redistribución de los poderes y las libertades. La primera con la coerción explícita de la erradicación y exclusión, instaurando una relación de absoluto dominio sobre la persona y no sólo de su trabajo. La segunda con la apropiación por parte del management taylorista y fordista de los saberes y del saber hacer de los trabajadores: éstos quedaban reducidos a una prótesis de la dirección de la empresa. Y la tercera –la que vivimos en la actualidad— expropiando tendencialmente el control del conocimiento en constante evolución. ¿De qué se trataba? Yendo por lo derecho: de que cada fase tuviera un proceso de acumulación capitalista sin controles o con los menos controles posibles, como hemos apuntado someramente más arriba.

Pues bien, si echamos un vistazo a la historia llegaremos a una primera conclusión: en los primeros momentos de las dos primeras fases, la acción colectiva del movimiento de los trabajadores fue derrotada. Entre otras cuestiones porque dicho movimiento no fue capaz de enhebrar un proyecto que, desde la lógica del trabajo subalterno, incidiera realmente en el paradigma que se iba construyendo. También porque, además, las formas de lucha eran inadecuadas. La nueva fase cuenta con una ventaja: el sindicalismo confederal ha acumulado nuevos saberes y un caudal de experiencias. De todo ello puede sacar ventaja: siempre y cuando articulo un proyecto general, donde el tiempo de trabajo tenga –dentro del cuadro de la organización del trabajo y de la vida— un papel decisivo. Porque no se trata de la `resistencia´ tradicional a la injusta directiva europea; se trata de poner gradualmente en marcha un proyecto. El sindicalismo tiene los suficientes buenos retales para enhebrarlos de manera creadora y, además, cuenta con experiencias atinadas en una serie de convenios colectivos de gran relevancia.

Las izquierdas políticas, desde su propia autonomía e independencia (entre ellas y en relación al sindicalismo confederal) necesitan comprender que estamos ante un problema de naturaleza política, que esta directiva tiene unos contenidos políticos de primer rango. No puede dejar en manos del movimiento organizado de los trabajadores ni su particular mirada ni su necesaria reacción contra la directiva. Es de valorar el artículo de Josep Borrell en El Pariódico del domingo 15 de junio. Vale, pero se trata especialmente de convertir la prédica en acción política. Primero porque es lo que corresponde, y de paso se pone una pica para ir abandonando la vieja práctica de que lo `social´ es cosa del sindicalismo. Segundo, porque la reordenación de los tiempos de trabajo es una operación de civilización y de refinada compatibilización con los nuevos derechos de ciudadanía de última generación. Tercero, porque sería un tanto chusco que don José Ratzinger encabezara una importante congregación de feligreses en contra de la directiva, aunque nada tenemos en contra de ello.

De ahí que planteemos a las izquierdas que evita una nueva distracción como la que tuvo cuando el famoso Libro Verde de la flexiseguridad. Algunos avisamos a tiempo, cuando leímos atentamente (y avisamos a las izquierdas) del textual contenido del Libro verde en aquella pregunta tan aparentemente angelical: “¿cómo se podrían modificar las obligaciones mínimas en materia de ordenación del tiempo de trabajo para ofrecer mayor flexibilidad a los empleadores y a los trabajadores, garantizando al mismo tiempo un nivel elevado de protección de la salud y de la seguridad de los trabajadores?” Por último, hay otra razón, la que nos viene de un ilustre prócer del europeísmo: “Si Europa no debiera crecer como organismo democrático, lo que quedaría por organizar ya no sería Europa”.


* José Luis López Bulla es corresponsal del Observatorio sociolaboral en Parapanda.