30 August 2009

REFLEXIONES LONDINENSES (Romper con el fordismo)




Miquel Àngel FALGUERA BARÓ

Este año he pasado algunos días de mis vacaciones en mi querida Londres. Y entre la lectura que llevaba para relajar la mente en los largos períodos de descanso entre caminata y caminata –que uno ya empieza a tener una cierta edad- estaba el magnífico y recomendable libro de Antonio Baylos y Joaquín Pérez Rey “El despido o la violencia del poder privado”, publicado por Trotta (y aprovecho aquí para mandarle un mensaje a Antonio: te agradezco que me lo hicieras llegar y la dedicatoria y siento no haberlo leído antes, pero quería hacerlo con sosiego)

La concurrencia de ambos factores (Londres y el libro) me ha llevado a sentirme como una especie de Alicia en “A través del espejo”, es decir a contemplar la realidad desde otro lado. Ya se sabe que esos británicos lo hacen todo al revés (circular, expresarse e, incluso, pensar). Y eso se acaba pegando, quieras que no. Por su parte, Baylos y Pérez Rey ofrecen una visión claramente a contracorriente de una de las instituciones básicas del Derecho del Trabajo, el despido en sentido amplio. Se trata de una reflexión alternativa de la disciplina que viene a discutir el conformismo generalizado y prácticamente acrítico de la doctrina iuslaboralista –incluso, y siento decirlo, por la inmensa mayoría de autores que se reivindican como progresistas y, algunos, incluso de izquierda-. Y tal vez algo de eso se me haya acabado pegando también.

Es de elogiar que en unos tiempos en los que la lógica meramente economicista ha corrompido como nunca antes la sociedad, los valores e, incluso, la consciencia de ciudadanía, conformando un ominoso pensamiento único basado en el individualismo, el simple afán de lucro y la entronización del mercado, los autores de esa obra se sitúan “al otro lado” (en un gesto que me atrevo a calificar de “heroico” con la que está cayendo): revindican el Derecho como instrumento de civilidad, recuerdan que nuestro sistema constitucional –como el resto de los europeos- dibujan un Estado de Derecho que es también Social, ponen encima de la mesa que el iuslaboralismo deriva de los valores republicanos –no sólo la libertad, también la igualdad- y reclaman la ciudadanía laboriosa y los valores del trabajo como centro del necesario paradigma democrático.

Y es por ello que la figura del despido se dibuja en estas reflexiones como un ejercicio de autotutela empresarial, ajeno a la lógica contractual civilista, que se basa, simplemente, en el derecho de la propiedad, sólo sometido a un control judicial “ex post”. Y aunque esa “violencia del poder privado” ha operado siempre así desde que el Derecho del Trabajo se reconoce como tal, el libro pone en evidencia cómo la lógica del neoliberalismo –el gran corruptor de los valores democráticos- ha venido rescribiendo en los dos últimos decenios los mecanismos de igualdad formal entre las partes, sometiendo cada vez más a esa institución clave del iuslaboralismo a los intereses empresariales. El dedo acusador de los autores no se dirige sólo contra el poder legislativo. También lo hace hacia el poder judicial, significativamente a la constante y continuada labor hermenéutica de la Sala de lo Social del Tribunal Supremo, en una clara acusación que yo no puedo suscribir públicamente (reitero: públicamente), so pena, caso contrario de que el Consejo General del Poder judicial me abra un expediente disciplinario.

Pero el panfleto (en la buena y sana acepción de la palabra) de Baylos y Pérez Rey no se queda sólo en las críticas: avanza en el terreno de las propuestas, entre las que me interesa destacar la reflexión específica que se hace del marco legal de la nulidad del despido, en relación a los arts. 55.5 del Estatuto de los Trabajadores (ET) y 108.2 de la Ley de Procedimiento Laboral (LPL), recordando que los derechos fundamentales –cuya vulneración determina la calificación de nulidad- no son, conforme a la más moderna y avanzada doctrina constitucional, únicamente los que contempla la Sección Primera del Título Segundo de la Constitución española (CE), sino también los de la Sección Segunda, y, por tanto, el derecho al trabajo del art. 35 de nuestra Carta Magna. Y aunque también la libertad de empresa y el derecho a la propiedad tienen el mismo cobijo constitucional, se constata cómo determinados supuestos de despido –especialmente, los que tienen como causa situaciones de incapacidad temporal o los que carecen de causa real- se cohonestan con otros derechos fundamentales, especialmente el de tutela judicial efectiva, ex art. 24 CE.

Sólo una crítica a la obra: tengo la impresión que la descalificación al concepto de “flexiguridad” se hace “in toto” –aunque formalmente no sea así-. Y esa una tendencia que me parece peligrosa: una cosa es que la lectura hegemónica hoy (especialmente en el ámbito de la Comisión Europea) de dicha figura sea regresiva –que lo es- y otra que las izquierdas nos neguemos a discutir sobre ese nuevo paradigma de las relaciones laborales, ofreciendo alternativas y discutiendo en el terreno hegemónico esa lectura hoy prácticamente unívoca.

Sin embargo, no es objeto de estas reflexiones hacer una recensión del librito –cuya compra y, especialmente, lectura recomiendo vivamente a iuslaboralistas y sindicalistas-, sino plasmar por escrito de manera informal algunas de las reflexiones que el mismo me ha incentivado respecto al actual y puntual debate sobre el cambio de nuestra legislación laboral a raíz del –de momento, fallido- proceso de concertación social. Pensar en clave británica y leer a Baylos y Pérez Rey me han servido para tener una perspectiva desde el otro lado del espejo. Llámenme Alicia.

Uno tiene la impresión –leyendo o escuchando lo que “sale” en los media- que el debate central sobre cómo adaptarnos a la actual situación de crisis económica pasa, esencialmente, por un nuevo marco regulador del despido o, mejor dicho, de una mayor “flexibilidad” –desde la vertiente empresarial- en la finalización del contrato de trabajo. Es verdad que también han concurrido –al menos por lo que ha aparecido en los medios de comunicación- otros aspectos, singularmente los relativos a la disminución de cuotas empresariales en la cotización a la Seguridad Social –que era también una propuesta patronal-. Sin embargo, el gran debate público entre agentes sociales –con intervenciones puntuales del Gobierno- se ha producido sobre ese primer punto. Y es ésa una batalla que parece que también ha ganado la derecha, en tanto que lo que se transmite a los ciudadanos es la expresada idea –con independencia de que cada ciudadano o ciudadana esté o no de acuerdo con ella- y no que la reforma del marco de relaciones laborales español y la reestructuración del sistema económico tenga otras alternativas.

La gran propuesta patronal ha sido el llamado “contrato único”, consistente básicamente en la plasmación legal de una nueva modalidad contractual aparentemente de duración indefinida, pero que el empresario podría rescindir en cualquier momento sólo pagando una indemnización fija o porcentual por antigüedad, sensiblemente inferior a la actualmente contemplada para la improcedencia del despido –si se opta, lo que se olvida comúnmente, por la no readmisión- y un control judicial limitado al juicio de constitucionalidad, sin que sea posible el de causalidad. Es obvio que nos hallamos ante una especie de “tertium genus” entre la contratación fija e indefinida y la contratación temporal. En efecto, el llamado contrato único compartiría con la primera la inexistencia de una fecha de vencimiento cierta del vínculo laboral y con la segunda la posibilidad empresarial de poner fin al vínculo contractual sin control judicial de la causa.

Hace ya tiempo que esa propuesta se viene reclamando al Gobierno por parte de eminentes pensadores iuslaboralistas conservadores (declarados o de facto), patronales de todo tipo, círculos de economía y grupos de presión empresariales, “think tanks” neoliberales y demás. Incluso, el propio Gobernador del Banco de España, cuya mayor preocupación parece ser hoy, como señalaban dos eminentes iuslaboralistas buenas amigas mías en este mismo blog (
http://lopezbulla.blogspot.com/2009/08/por-la-dimision-de-mafo.html), la situación del mercado de trabajo y no la de las entidades financieras en la actual crisis y sus responsabilidades en la misma. No está de más recordar que la propuesta fue avalada por un manifiesto de cien supuestos expertos en el mercado laboral, prácticamente todos ellos economistas (http://www.elperiodico.com/default.asp?idpublicacio_PK=46&idnoticia_PK=605818&idioma=CAS) A lo que cabe añadir, como dato preocupante, que uno de dichos expertos ha pasado a ostentar altos cargos en el Ministerio de Economía tras la última remodelación ministerial (http://www.publico.es/xalok/225636/salgado/fichaa/defensordel/contrato/unico)

No entraré aquí en el análisis en profundidad de esa propuesta desde el punto de vista del Derecho del Trabajo y lo que me parece –en la línea apuntada ya por los profesores Baylos y Pérez Rey- respecto a su improbable adaptación al marco constitucional.

Sí quiero destacar, sin embargo, que el contrato único se enmascara a menudo con un supuesto argumento “progresista”. En efecto, en línea con la lectura comunitaria de flexiguridad después del llamado “informe Kok”, se señala por esos apologistas de lo imposible que su objetivo es superar la dualidad del mercado de trabajo entre “insiders” y “outsiders”. Aunque es indudablemente cierto que el colectivo asalariado está claramente fragmentado –lo que es malo para el Derecho del Trabajo y para el sindicalismo- lo que ocurre es que el contrato único no tiene como objeto la igualdad, sino en la desigualdad, en tanto que su finalidad es rebajar tutelas de los trabajadores con más garantías, en lugar de aumentar a los más desprotegidos. A nadie en sus sanos cabales se le ocurriría proponer que para luchar contra la discriminación salarial de las mujeres en el mercado laboral lo oportuno sería rebajar las retribuciones a los hombres…

A lo que cabe añadir que, en los términos que se nos propone, dicho contrato introduciría una nueva y enésima fragmentación, en tanto que los asalariados cuyo contrato fuera anterior a la nueva modalidad seguirían rigiéndose por las antiguas salvaguardas, lo que no ocurriría con los que formalizasen su vínculo contractual con posterioridad.

Finalmente, habrá que indicar que presumiblemente muchos empresarios acudirían a despedir a trabajadores fijos con menos antigüedad para contratar otros nuevos –o los mismos, una vez extinguido el contrato anterior- a fin de reducir costos futuros y, en la práctica, también presentes, en tanto que la falta de tutelas determinaría mayor precarización y menor fuerza negocial del sindicato. Algo similar ocurrió en 1984 con el experimento con gaseosa de la temporalidad sin causa. En otras palabras: la figura analizada de instalarse efectivamente supondría, al menos en un plazo corto o medio, un mayor incremento de los despidos (lo que no dejan de ser sutilezas para esos “expertos”) y, en todo caso, mayores capacidades individuales de los empleadores en el desarrollo del contenido individual de la prestación de trabajo, rompiendo más el mandato constitucional de igualdad.

En definitiva, el contrato único para lo que serviría efectivamente es para precarizar el mundo laboral y, en consecuencia, para incrementar la redistribución negativa de rentas, a favor de los más poderosos y para dotar de mayores competencias a los empleadores.

¿Qué sentido tiene cuando se está despidiendo gente a espuertas plantear una mayor flexibilidad en la salida, sino es para dotar a los empresarios de más ventajas para despedir y reducir las rentas de los trabajadores? Como señala con su socarronería habitual el maestro ROMAGNOLI en la introducción del libro de Baylos y Pérez Rey “la crisis más devastadora que haya conocido el mundo desde los años treinta hasta aquí, debe haber excitado los ánimos más allá de lo lícito si se está asentando la opinión según la cual el mejor incentivo legal para crear puestos de trabajo consiste en permitir la destrucción de los existentes por parte de los operadores económicos. Es decir, que el miedo a perder el puesto de trabajo como consecuencia de un despido facilitaría su búsqueda y en consecuencia la restitución de la licencia para despedir que ha sido revocada en todas partes contribuye a hacer efectivo el derecho al trabajo”.

Esos análisis y esas propuestas se basan en los conocidos axiomas del neoliberalismo. Axiomas que, como tales, devienen verdades reveladas, que no admiten discusión y sobre las que no cabe el diálogo alguno con sus apologetas. Sin embargo, habrá que recordar que ninguno de esos axiomas ha sido demostrado, más bien todo lo contrario. Por poner alguno de los múltiples ejemplos posibles, baste citar la Resolución del Parlamento Europeo de 11 de julio de 2007 sobre la Reforma del derecho laboral ante los retos del siglo XXI “los estudios recientes (…) han mostrado que no hay pruebas para la afirmación según la cual la reducción de la protección contra el despido y el debilitamiento de los contratos laborales estándar facilitan el crecimiento del empleo”. A lo que añado: tampoco está demostrado que la redistribución negativa de rentas sirva para que se cree el empleo y generar riqueza. A la experiencia de los últimos veinte años –y a los informes de la OIT- me remito.

A lo expuesto cabe adicionar una consideración adicional en relación a cómo se propagan las ideas y los dogmas neoliberales en este mundo globalizado. En efecto, esos “expertos” y esas “autoridades” económicas han inventado la sopa de ajo. Baste recordar que ya en 2007 la OCDE apostó por ese modelo, con recomendación específica para España, y su discusión es generalizada en Europa (lo que efectivamente se está produciendo especialmente, en Italia, Francia y Alemania, aunque con múltiples matices) En definitiva, el descubrimiento de algo ya descubierto hace tiempo. O el mimetismo acrítico y uniformante de la globalización.

Pero es más, cabrá recordar que la lógica de fondo del contrato único con menor (o ninguna) indemnización es ya una realidad parcial en España en determinados sectores, por obra y gracia de la jurisprudencia, sin que como veremos se halla convertido en un instrumento de creación de empleo.

En efecto, así ocurre en el ámbito de las Administraciones y empresas públicas, donde rige el llamado contrato-indefinido-no-fijo o “contrato temporalmente indefinido” (el oxímoron no es mío, sino del propio TS a partir de la sentencia de 27 de mayo de 2000). Debe referirse para las personas lectoras que no sean expertas en Derecho del Trabajo que la práctica generalizada por todas las Administraciones de usar y abusar de la temporalidad como mecanismo de gestión fácil de su mano de obra (de tal manera que según los últimos datos la temporalidad pública supera ya a la privada:
http://www.elpais.com/articulo/economia/contratacion/temporal/publica/supera/tasa/sector/privado/elpepueco/20090801elpepieco_5/Tes) ha llevado al iuslaboralismo a un callejón de mala salida cuando concurre –lo que pasa muy frecuentemente- fraude de ley en el contrato: mientras que desde el punto de vista del Derecho del Trabajo rigen las tutelas del art. 15.3 ET –es decir, la presunción legal de que el contrato es indefinido y, en su caso, la equiparación de la finalización contractual a la figura del despido- desde la perspectiva administrativa en relación al art. 103.3 CE la consolidación definitiva de la plaza por el trabajador irregularmente contratado con carácter temporal es susceptible de afectar a la exigencia constitucional de que el acceso a la función pública –en sentido amplio- está sometido a las reglas de mérito y capacidad, amén de igualdad de todos los ciudadanos. Esa contradicción determinó en su momento notorias oscilaciones jurisprudenciales que, sin embargo, finalizaron con la STS UD de 20 de enero de 1998 (seguida luego por otros muchos pronunciamientos). La lógica casacional, actualmente imperante, se basa en la consideración de que esos trabajadores contratados temporalmente en fraude de ley por su singular ocupador tienen un vínculo indefinido pero no fijo (una especie de interinidad indefinida), en una hermenéutica que parece ser en parte contradictoria con algunos pronunciamientos del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas (por todas STJCEE de 7 de septiembre de 2006, asunto Marrosu y Sardino). De esta manera, esos trabajadores ilícitamente contratados a tiempo cierto se integran indefinidamente en la plantilla del ente público para el que prestan sus servicios –venciendo sólo su cláusula de temporalidad-, pero sin embargo no consolidan plaza, de tal manera que el vínculo contractual finaliza, sin ningún tipo de indemnización, si dicha plaza es cubierta a través de la correspondiente convocatoria pública de promoción interna o de acceso o es a la postre amortizada. Baste leer cualquier recopilación jurisprudencial para observar que esa especie de contrato único está muy extendida en el ámbito de las Administraciones y empresas públicas. Hasta tal punto que la figura del contratado indefinido-no-fijo ha sido elevada a rango legal en los arts. 8.2 c) y 11.1 del Estatuto Básico del Empleado Público (Ley 7/2007, de 12 de abril).

Ocurre, además, que esa lógica se está actualmente implementando también en el sector privado, singularmente en el sector de las contratas –propias, en el sentido que les resulta plenamente de aplicación el art. 42 ET, o impropias, cuando existe descentralización productiva pero no afecta a la “propia actividad” inherente que dicha norma exige-. Es obvio que una empresa contratista ha de contratar normalmente nuevos trabajadores para cubrir las nuevas prestaciones de obra o servicio que se acuerden con la empresa principal. Y es también evidente que en la inmensa mayoría de supuestos esos contratos entre empresas tienen generalmente un término cierto final –de mayor o menor duración-, que puede ser posteriormente renovado. Se genera así un problema legal que resulta también de difícil sustanciación: del contenido del art. 15.1 ET se deriva, en principio, que no existe causa de temporalidad normativa, en tanto que la duración de la contrata acostumbra a ser superior al plazo establecido para los contratos eventuales, sin que, además concurra la nota de excepcionalidad puntual, y, por otra parte, difícilmente es apreciable que aquí pueda hablarse de autonomía o substantividad propia en la mayor parte de supuestos o de indeterminación de la fecha de extinción de la contrata, como se exige para los contratos por obra o servicio. Pero, es lógico que no puede exigirse a la empresa contratista que acuda a la realización de contratos indefinidos, en tanto que la contrata tiene un término de finalización.

Sin embargo, la doctrina casacional ha venido considerando desde la sentencia de 13 de febrero de 1995 –y otras muchas posteriores- que debe primar la necesidad de mano de obra temporal de la empresa, indicando que la modalidad adecuada –aún reconociéndose en forma expresa que no se adapta al marco legal- es la de obra o servicio del art. 15.1 a) ET.

De esta manera, en principio y al margen de las reflexiones que se harán a continuación, las empresas contratistas pueden hacer contratos de obra o servicio para cada contrata que tengan concertadas con las principales. De tal forma que cuando finaliza la contrata, el vínculo contractual con el asalariado afectado se extingue, con la única indemnización de ocho días de salario por año trabajado, de conformidad con el art. 49.1 c) ET. Habrá que recordar que si existe un único contrato, sin encadenamiento –lo que es lo más frecuente- no regirán las limitaciones legales de la duración máxima de treinta meses de temporalidad que establece el art. 15.5 ET, tras la Ley 43/2006. Y, asimismo, no está de más destacar que en el anterior proceso de concertación –que se plasmó en la norma que acaba de citarse- se discutió entre los agentes sociales la posibilidad de establecer indemnizaciones similares a las de los despidos objetivos para estos supuestos, sin que en la posibilidad se acabara regulando en el cambio legal.

Ocurre, sin embargo, que en muchos casos la contrata es renovada, de tal manera que vencido el plazo inicial, se realizaba otra nueva. Surgió aquí un nuevo problema aplicativo en relación a si vencía o no el contrato de obra o servicio. La doctrina del TS entendió que la novación de la contrata determinaba la finalización del contrato laboral (entre otras, SSTS 22.10.2003 o 04.05.2006) Sin embargo, esa lógica se basaba en la consideración de que en el caso de contratas en procesos de descentralización productiva que se limitaban a la aportación de actividad y trabajadores, sin que existieran elementos patrimoniales significativos –lo que ocurre en la mayor parte de supuestos- no existía sucesión de empresas de conformidad con el art. 44 ET, por lo que el cambio de contratista, o incluso la novación contractual con el mismo, determinaba que no existiera obligación de mantenimiento del empleo de los anteriores trabajadores –salvo pacto individual o colectivo en contra-. Ésa era la doctrina del TS desde la sentencia de 22 de enero de 1990.

Pero esa doctrina acabó topando con la del TJCEE en la interpretación de la Directiva 2001/23/TCEE, significativamente a partir de la sentencia de esta última instancia judicial de 24 de enero de 2002, recaída en el asunto Temco. Y ello obligó al TS a modificar a regañadientes –y con inauditas críticas al tribunal europeo- sus anteriores criterios a partir de la STS UD 27.10.2004, declarando en forma expresa que si existía transmisión de personal también existía sucesión de empresa y, por tanto, regían las tutelas del art. 44 ET (entre ellas, el mantenimiento del empleo).

Y ese cambio doctrinal ha acabado teniendo efectos sobre los contratos temporales por obra o servicio realizados para cubrir contratas, en una evolución doctrinal muy reciente –que, pese a su importancia, ha tenido un nulo eco en la literatura jurídica-. Así, el TS ha venido considerando que el fin de la contrata antes del término pactado –especialmente, si es por la voluntad de la empresa comitente-, con la consiguiente extinción contractual, determina que exista un despido (SSTS UD 21.02.2008 y 10.06.2008), que habrá de articularse por la vía del art. 52 ET (salvo pacto en contrario en el convenio). Y, lo que es más importante, también se ha insistido que si se renueva la contrata por parte de la principal y la arrendataria, existe obligación de mantener el contrato de obra o servicio inicial (SSTS UD 17.06.2008, 18.06.2008, 17.07.2008, 23.09.2008, etc)

Por tanto, esta nueva línea doctrinal lo que está afirmando es que un trabajador en dichas circunstancias podrá ver su prestación laboral prolongada por tiempo prácticamente indefinido, siempre y cuando se mantenga la misma titularidad de la contrata (o aunque ésta se modifique si el convenio sectorial establece la obligación de sucesión, o así se pacta con el nuevo dador de trabajo o, en el caso de que la principal sea una Administración pública, si el mantenimiento general de empleo se contempla en las bases del correspondiente concurso), sin que en ningún caso se pueda extinguir válidamente el contrato por finalización “ante tempus” de la contrata por voluntad de la principal, debiéndose acudir para ello a la vía del despido objetivo.

Obsérvese en consecuencia que estamos hablando de relaciones laborales que pueden ser consideradas como prácticamente indefinidas: de un lado, los contratos indefinidos-no-fijos de las Administraciones públicas, de otro todas las actividades de descentralización productiva sometidas a contrata. Y estamos hablando, si se suman ambos supuestos en relación a la realidad de nuestro mercado de trabajo y a nuestro modelo productivo y de prestación de servicios, de un número significativo de trabajadores afectados. Por lo que hace a la práctica de la subcontratación, habrá que recordar que la descentralización productiva ha comportado la existencia de múltiples casos en los que las personas asalariadas están prestando servicios reales para otras empresas (piénsese, entre otros muchos supuestos, en todo el sector de la automoción, editoriales, medios de comunicación y artes gráficas, las propias Administraciones públicas, seguros y entidades financieras, energía, actividad aeroportuaria, enseñanza, asesoramiento a empresas, determinadas tareas vinculadas con la alimentación y su distribución, grandes superficies comerciales, etc. o en concretas actividades, como servicios de seguridad, limpieza, “call centers”, mensajería y transporte, colectividades, telemárketing –ahora, “contact centers”-, servicios de prevención y salud laboral, las llamadas “empresas multiservicios” –de legalidad discutible-, reposición, mantenimiento, etc.)

Es cierto, sin embargo, que ni el marco actual regulador de los contratos temporalmente indefinidos de las Administraciones y empresas públicas, ni el de los derivados de la prestación de servicios a terceros son equiparables plenamente a la propuesta del contrato único de la patronal española. Pero sin embargo, sí guardan una evidente relación con sus efectos: de una parte, los trabajadores mantienen en todos los casos una relación contractual -que no es exactamente temporal- que saben que puede acabarse en cualquier momento sin ningún tipo de causa directamente vinculada con su prestación laboral o con las circunstancias técnicas, organizativas, productivas o económicas de la empresa, lo que implica evidentes dosis de incertidumbre; por otra, el control judicial sobre esa futura extinción en ningún caso podrá entrar en el control de causalidad. Se trata, en definitiva, de nuevos modelos de lo que antes hemos calificado de “tertium genus”, a caballo entre los tradicionales vínculos indefinidos y temporales.

Pues bien, cabrá observar que ni el contrato indefinido de las Administraciones públicas, ni el contrato de obra o servicio vinculado a una contrata que puede extenderse a lo largo de muchos años, mientras no se modifique el empleador –o, incluso, aunque se modifique si existe sucesión de empresas, aunque aquí operará la novación contractual- han servido para crear empleo en términos efectivos o han sido útiles para acabar con la disgregación del colectivo asalariado (más bien todo lo contrario) Para lo único que esas realidades equiparables han sido efectivas es para aumentar la precariedad de las personas asalariadas, para disminuir costos salariales y para que los empleadores ganen competencias decisorias en el ámbito del contrato de trabajo, con la disminución de la fuerza negocial del sindicato. Quizás no está de más recordar que, como la práctica muestra, el sindicalismo corporativo y el sindicalismo menos proclive a la concertación han venido ganando presencia en los últimos tiempos precisamente en el ámbito de las Administraciones y empresas públicas con altas dosis de temporalidad y en el de las empresas contratistas y de servicios para terceras mercantiles (lo que, por otra parte, no deja de poner de manifiesto una evidente deficiencia del sindicalismo confederal, todo sea dicho paso, incapaz de articular un discurso inclusivo postfordista que dé respuestas que no sólo satisfagan a los trabajadores tipo)

Podría acabar mis reflexiones, pegando palos sólo a la patronal y a la derecha y con este pequeño apunte final hacia el sindicato. Sin embargo, como me advierte siempre el titular de este blog y corrobora frecuentemente nuestro común amigo Ramon Plandiura, no están entre mis pocas virtudes la capacidad para hacer amigos, la de ser políticamente correcto o la de morderme la lengua. Yo no soy político, ni sindicalista –hace años que renuncié a esas opciones-, sino un simple jurista.

Y ahora toca girar la mirada hacia la izquierda.

Si bien se mira eso del contrato único es una propuesta social de gran calado. Sin duda criticable y, desde mi punto de vista, una aberración, pero una proposición de fondo favorable a los intereses de los opulentos. Pero, ¿cuáles son las propuestas de las izquierdas y, especialmente, del sindicalismo ante la actual situación? Simplemente, el mantenimiento del actual “status quo”, tocando sólo lo imprescindible con cuatro parches. Basta echar una ojeada al documento en el que se plasmaron las propuestas sindicales para el actual proceso de concertación para llegar a esa conclusión (véase:
http://www.comfia.net/archivos/prempleoyproteccion.pdf).

No deja de ser llamativo que, desde el punto de vista propositivo, es a las fuerzas progresistas a las que corresponde –más que a la patronal y a la derecha- el calificativo de “conservadoras”. Y lo que es más grave: en dicho documento apenas hay referencias al modelo de relaciones laborales y a la adaptación del mercado de trabajo a la nueva realidad productiva, desarrollando nuevas garantías. Los sindicatos mayoritarios parecen más preocupados por aspectos de macroeconomía que por los derechos concreto en el puesto de trabajo.

Y aquí es donde aparecen mis preocupaciones:
Nuestro modelo de despido es irracional, carente de lógica y falto de articulación y contiene cada vez menos tutelas. No me consta que los sindicatos hayan llevado ese tema a la mesa de concertación social –y si así es, pido disculpas-, al menos no hay ninguna referencia a este aspecto en la propuesta sindical. Quizá la lectura del libro de Baylos y Pérez Rey podría aportar algunas ideas.
Nuestro modelo de contratación temporal es plenamente causal sobre el papel, pero no así en la práctica, deviniendo todas las medidas correctoras instadas hasta la fecha, ineficaces para acabar de una vez con la cultura de la temporalidad, máxime cuando la mayor parte de convenios optan por ampliar sin causa específica la duración legal de los contratos. Y aquí tampoco se dice nada en las propuestas sindicales para la concertación social.
Nuestro mercado de trabajo está claramente fragmentado, apareciendo grietas significativas que rompen la unidad de los asalariados por razón generacional (dobles escalas, la propia contratación temporal, jubilaciones forzosas, jubilaciones anticipadas), de adaptación al nuevo modelo descentralizado de empresa (contratas, TRADES, falsos autónomos, ETT) y de equiparación de los colectivos que por razones de pertenencia a colectivos discriminados más sufren la desigualdad (mujeres –incluyendo los aspectos vinculados con el ejercicio de los derechos de conciliación de la vida laboral y familiar-, extranjeros, discapacitados). Es ése un aspecto que –como ya he dicho- constituye una importante grieta sobre el que se articula el discurso propositivo neoliberal, en clave meramente de competitividad. Sin embargo, esa fragmentación está afectando gravemente al sindicalismo y al Derecho del Trabajo. Y tampoco aquí es apreciable –salvo alguna referencia genérica a la igualdad de género- que la propuesta sindical aporte reflexiones. No estaría de más reclamar al legislador un estatuto del trabajo dependiente –que englobara todas las situaciones dependientes del trabajo en sentido amplio y que incluyera derechos mínimos indisponibles para todas ellas y derechos colectivos transversales- y empezarse a plantear en serio acabar con la cultura de la dualización contractual, fuertemente implantada en la negociación colectiva.
Nuestro modelo de descentralización productiva no tiene un marco regulador incluyente, basándose en instituciones iuslaboralistas muy anteriores al actual proceso descentralizador (contratas propias, cesión ilegal de trabajadores y, en su caso, sucesión de empresas, a lo que cabe añadir una doctrina judicial en materia de responsabilidades objetivas de los grupos de empresa claramente desfasada), presentando además vacíos legales significativos en materia de tutelas individuales –singularmente por lo que hace a las llamadas contratas impropias- y colectivas –negociación colectiva y representación de los trabajadores horizontales- En el documento sindical no se reclama lo que desde mi punto de vista es una necesidad urgente: una nueva ley de descentralización productiva –que aborde, también, los supuestos de deslocalización-.
Nuestro modelo de relaciones laborales parece una evidente esquizofrenia, en tanto que regula un modelo de obligaciones laborales de los trabajadores de altas dosis de flexibilidad –uno de los más flexibles de Europa-, pero sin embargo sigue estableciendo unos modelos de organización del trabajo y de dependencia de las personas asalariadas claramente fordistas. No estaría de más recordar –lo que no hacen las propuestas sindicales- que la flexibilidad sólo puede ser entendida en sentido bilateral y que la maleabilidad del contenido contractual no sólo debe obedecer a motivos productivos o de organización del trabajo, sino también a las necesidades personales, sociales o familiares de los trabajadores. Y, en paralelo, habrá que pensar también en adaptar el sistema de organización del trabajo fordista y jerarquizado a otro más horizontal y que establezca una mayor democracia interna en los centros de trabajo.
Nuestro modelo de relaciones laborales sigue desconociendo la innovación tecnológica –en relación con su impacto en la prestación laboral, su uso personal y sindical por motivos extraproductivos, el teletrabajo, las necesidades formativas, la participación sindical, etc-, porque sigue anclado en el paradigma fordista. Y tampoco nada se dice en el documento de CCOO y UGT.
Pese a que la actividad de las empresas cuesta cada día más dinero a los ciudadanos, existe un mayor impacto medioambiental de dicha actividad y cada vez más se traspasan a los consumidores fases productivas, nuestro modelo de empresa sigue siendo cerrado y ajeno a la sociedad que la rodea. Y éste un aspecto sobre el que el modelo de participación sindical en la empresa tiene un papel trascendente. Y tampoco nada se dice al respecto en el documento sindical.
Nuestro modelo de cobertura social está disgregado en múltiples instituciones (la propia Seguridad Social, mejoras voluntarias, fondos y planes de empleo, la formación ocupacional, las políticas activas de empleo, inserción laboral, ayudas económicas y bonificaciones para la creación de empleo y autoempleo, las tutelas de las personas discapacitadas en la LISMI, rentas de inserción, asistencia social, protección de la dependencia, etc) faltas de articulación interna. Ciertamente el documento sindical conjunto aborda variados aspectos en relación con la cobertura de la situación de desempleo y otras medidas de fomento del empleo. Sin embargo, quiero destacar que lo hacen como medidas urgentes de intervención ante la crisis económica, no en un planteamiento renovador de fondo. No es extraño así que el Gobierno haya optado por esa monumental chapuza que es el Real Decreto Ley 10/2009, de 13 de agosto, por el que se regula el programa temporal de protección del desempleo e inserción, creando una prestación no contributiva de desempleo transitoria con efectos 1 de agosto pasado. Pero, ¿no ha llegado el momento de pensar en una integración articulada de todas las medidas de protección social que supere la noción de simple previsión social pública e integre un marco de derechos sociales de ciudadanía?
Y, finalmente, nuestro modelo de negociación colectiva no sólo está escasamente articulado, como se afirma en el documento sindical; también está obsoleto, por su incapacidad para establecer mecanismos ágiles de adaptación a “lo nuevo” y convertirse en mecanismo de igualdad entre las partes y entre el propio colectivo asalariado.

Desde mi punto de vista, todos esos aspectos son carencias importantes y significativas de nuestro modelo de relaciones laborales, que arrastramos desde hace tiempo, demasiado tiempo. Y quizá podrá aducirse que esas cuestiones son estratégicas o un “programa de máximos”, que no toca ahora abordar por la situación de crisis económica y sus efectos sobre el empleo. Ya se sabe: la máxima jesuita de “en tiempos de tribulación, no hacer mudanza”. Pero creo que ese posibilismo es un error de calado por parte del sindicalismo. En efecto, o se aprovecha la actual situación para situar esos aspectos estratégicos o cuando vuelvan las “vacas gordas” –que tardarán, más allá de los famosos brotes verdes- se volverá a la misma inercia anterior: ¿qué mejor momento que el actual para dar el golpe de timón en la estrategia sindical fosilizada desde hace mucho tiempo?. Quizá deberá recordarse que en los buenos tiempos de crecimientos económicos significativos también fue precisamente el empleo la gran justificación sobre la que se articularon gran parte de las disgregaciones del colectivo asalariado.

Por otra parte y como intuición personal: cada vez me parece más claro que ese lugar común del “cambio del modelo productivo” se articula sobre bases erróneas. Para que dicho desiderátum sea una realidad es preciso, previamente, modificar el modelo de relaciones laborales –y, en consonancia, el modelo de cobertura social y el sistema de formación-. Si ahora sólo se ponen parches en el futuro, cuando se supere la crisis, se volverá a las famosas “dos T” (Turismo y Tocho) como motor de la economía española.

Por eso no puedo callar mi crítica a las propuestas sindicales: no hay nada nuevo en ellas, lo que diferencia su postura de la patronal. Ciertamente, se me podrá aducir que doña correlación de fuerzas es la que y que don neoliberalismo obliga. Pero personalmente estoy convencido de que difícilmente se puede negociar en buenas condiciones con alguien que propugna “cosas nuevas” –aunque disparatadas desde un punto de vista democrático- ofreciendo simples “parches” del modelo actual. Si el sindicato –y las izquierdas- son incapaces de romper el nexo con la cultura fordista y sigue siendo esclavo del pacto welfariano (aspectos que la derecha ha superado hace tiempo) no será nunca capaz de ofrecer un discurso alternativo y, por tanto, de generar esperanzas emancipadoras a los ciudadanos. Luego, no nos quejemos…

Y, en fin, pido disculpas a mi hipotético lector por tanto exabrupto y tanto cabreo. En mi defensa sólo puedo alegar que he pasado unos días pensando al revés por los motivos antes expuestos. Seguramente ya se me pasará.