26 December 2006

EL NECESARIO CAMBIO EN EL DERECHO DEL TRABAJO

GLOBALIZACION Y FLEXIBILIDAD


GLOBALIZACIÓN Y FLEXIBILIDAD. EL NECESARIO CAMBIO DEL DERECHO DEL TRABAJO Y LOS SUJETOS DE TUTELA COLECTIVA


Miquel Falguera i Baró

¿Sigue siendo necesario el Derecho del Trabajo?


Ocurre a veces que en situaciones de desconcierto ante el presente y el futuro la mejor solución es volver la vista atrás. Una tranquila y serena reflexión puede ser una buena terapia moral para comprender qué nos pasa y a dónde vamos. No en vano uno busca en muchas ocasiones consuelo frente a la desdicha en literatura o en música escrita o compuesta hace siglos. Tal vez porque sea verdad la frase de que “todo está escrito”. De nada sirve ese ejercicio de retrospección, sin embargo, si con ello lo que se pretende es reafirmarse en el marasmo actual; en cambio, resulta tremendamente útil para diseñar un cambio en el devenir. O, mejor dicho, lo que creemos que debe ser el devenir.

No debe preocuparse el hipotético lector de estas páginas por el tono trascendente del anterior párrafo. No voy a relatarles mis crisis personales. Mi propósito es muy otro. Se trata de aplicar esa antigua terapia a otras heridas que no son morales: las del Derecho del Trabajo.

Es un tópico afirmar que el iuslaboralismo está en crisis. Los que hemos convertido esta disciplina en la pasión de nuestras vidas (y, créanme, somos muchos) asistimos desconcertados al nada reconfortante espectáculo de ver como el impresionante edifico del mayor logro de la civilidad del pasado siglo se desconcha y agrieta progresivamente, cuando no se desploma en alguna de sus partes. Ciertamente la construcción del Derecho del Trabajo no ha sido nunca pacífica: nuestras paredes siempre han presentado defectos, han precisado de retoques puntuales e, incluso, de cambios de estructura o de diseño. Quizás porque nuestra argamasa estaba basada en un inestable, por cambiante, consenso social o, tal vez, porque los ladrillos nos venían dados por otros –el modelo productivo-, nuestros muros no han tenido la solidez de las construcciones de otras ramas jurídicas. Puede ser también que, arrogantes, nos considerásemos arquitectos consumados, cuando nuestra disciplina es apenas secular.

El caso es, sin embargo, que desde hace varios años nuestros tabiques presentan enormes hendiduras. Y, lo que es más grave, los pilares empiezan a resentirse. De tal manera que la tradicional brigadilla de mantenimiento resulta incapaz de arreglar tanto desperfecto. Ya no se trata de lo que el maestro ROMAGNOLI ha calificado como las “microdiscontinuidades” del Derecho del Trabajo: las grietas actuales están haciendo peligrar el mismo.

En esta situación se escuchan voces que propugnan la demolición de nuestro edificio y el retorno a la vieja casa privatista de donde un día nos emancipamos. Otros, menos radicales, se decantan por una reforma en profundidad que deje el inmueble en una sola planta con escasas habitaciones, derribando gran parte de las edificaciones anejas que con el tiempo han ido ampliando nuestro hogar. No faltan, en el otro lado del espectro ideológico, inquilinos que propugnan aguantar lo que sea, aun con el riesgo de que la casa se nos caiga encima. Mientras tanto, vamos poniendo remiendos que, a veces, duran escasos días.

Quizás ha llegado el momento de hacer un pequeño paréntesis en nuestros furibundos debates respecto cómo ha de decorarse una concreta habitación y reflexionar sobre el edifico en su integridad. En dicha tesitura es donde cobra vigencia el apósito moral con el iniciábamos estas reflexiones. Tal vez la mejor solución pase por detenerse un momento –sólo un momento-, ver de donde venimos y empezar a trazar los planos de lo que queremos ser. Planteándonos incluso –por qué no- si nuestra disciplina sigue siendo necesaria.

Pues bien, entrado en la labor retrospectiva cabe hacernos una primera pregunta: ¿por qué nació el Derecho del Trabajo?. Creo que la respuesta es simple: porque las instituciones procesales y substantivas del Derecho Civil eran incapaces de regular y solucionar el conflicto social. Es conocido, en este sentido, que ni el Código Civil –ni sus precedentes normativos-, como tampoco las diferentes leyes procesales fueron efectivas, ni aquí ni en ningún otro país, para dar respuesta a lo que ocurría en las fábricas. No concurrieron sólo, sin embargo, razones funcionales: también las había estructurales. El derecho privado se basa, en efecto, en la regulación, abstracta e hipotética, del marco normativo de composición de posibles antagonismos entre sujetos y, en su caso, en la intervención puntual del Estado ante una concreta divergencia jurídica o juridificada, solucionándola –mal que bien- a través del “imperium”. Punto final y a otra cosa. Ahora bien, en lo que hoy conocemos como Derecho del Trabajo, el conflicto social no es puntual ni hipotético: es inherente al mismo. En otras palabras, si bien ambas partes, trabajador y empresario, se necesitan mutuamente, intenta aquél obtener mayor compensación salarial y mejores condiciones de trabajo y éste más plusvalía. A lo que cabe añadir que, como indica uno de las mentes más preclaras de nuestra disciplina (OJEDA AVILÉS), “a nadie le gusta vivir siempre en situación de dependencia de otro”. No existe igualdad entre las partes, en tanto que los asalariados están sometidos a la capacidad de organización del empresario. Existe, pues, lo que se conoce como “suma cero”: el trozo de tarta que uno se lleva lo pierde otro. Y ese conflicto no es puntual, es constante y dinámico. A eso, antes se le llamaba “lucha de clases”. Quizás la continuidad del conflicto social explique, también, las constantes reparaciones de nuestro metafórico edificio.

Pecaríamos, sin embargo, de la típica arrogancia de los juristas si, previamente, no reconociéramos una cosa: el conflicto siempre es anterior a su juridificación. El Derecho nunca puede ser previo, ni ajeno, a la realidad. Es la existencia de un concreto antagonismo societario el que genera la necesidad de norma. La experiencia nos demuestra que cuando dichos términos se invierten o se obvia la realidad creamos leviatanes. Pues bien, el Derecho Social –entendido como intervención o reconocimiento por el Estado en el conflicto laboral- es posterior a la génesis social. Nuestras principales instituciones –léase aquí, la huelga, la negociación colectiva, la autocomposición, el sindicato, la autotutela colectiva, etc.- son previas a su normativización. No entraré aquí en la polémica respecto a si el Derecho de la Seguridad Social aparece ex novo, como algún autor afirma. En todo caso cabe recordar que, en una primera etapa, la sindicación y las instituciones de previsión social eran una misma cosa. Tal vez porque, en definitiva, de lo que se trataba era de luchar contra la desprotección social y la miseria.

Los trabajadores descubrieron mucho antes de que el Derecho del Trabajo pudiera reconocerse como tal lo que hoy llamamos “autonomía colectiva”, es decir y simplificando que la “unión” –el significativo término anglosajón para referirse al sindicato- les situaba en posición de paridad ante el empleador. Y, sin duda, es “lo colectivo” la nota característica más esencial del iuslaboralismo.

Cierto: en paralelo existió también un interés de determinadas y poderosas instancias sociales de regular heterónomamente la situación de precariedad en que vivían los ancestros de los actuales asalariados. Mas que nadie se llame a engaño: ese caritativo interés no hubiera existido sin el previo y virulento conflicto de clases. La intervención estatal en la materia –es decir, el nacimiento de nuestra disciplina- no es más que el implícito reconocimiento de la situación de desigualdad entre las partes y, por ende, del manifiesto fracaso del contractualismo liberal en el terreno social. Y, en consecuencia, la prueba más clara de la propia injusticia intrínseca del capitalismo.

A partir de dicho reconocimiento los acontecimientos se precipitaron. Las clases dominantes metabolizaron con inusitada rapidez la quiebra del dogma liberal. Y tal vez no por razones altruistas: empezaba entonces el cambio hacia un modelo productivo –el fordismo- que tenía como base la estabilidad de las relaciones laborales y la integración de la autonomía colectiva en la propia empresa. De tal manera que el Derecho del Trabajo se vio, pronto, constitucionalizado. Y, en paralelo, las políticas keynesianas articularon una compleja trama de protecciones sociales ante las situaciones de carencia. En la Europa Occidental de posguerra (obviemos aquí las reflexiones relativas a España y la anormalidad histórica que supuso el cáncer franquista) aquellos derechos exigidos y reclamados por generaciones de asalariados (de la probreza laboriosa) se vieron –en un período temporal relativamente escaso- no sólo reconocidos, sino también elevados a elementos configuradores del sistema constitucional. Nacía lo que hoy conocemos como Estado Social de Derecho, el viejo sueño de los “padres” de Weimar. En esos momentos nuestro edificio empezó a crecer inusitadamente, a veces con lujos artificiosos. Día sí, día también se agregaban nuevas plantas y nuevas habitaciones. Es difícil, por no decir imposible, hallar en la Historia un triunfo tan notable y contundente de la civilidad laica, de la razón: el viejo valor republicano de igualdad empezó a equipararse con el de la libertad. En esta nueva etapa, pues, el iuslaboralismo se reconoce a si mismo, esencialmente, como un instrumento igualatorio entre clases; no se trata sólo de la simple composición del conflicto, sino de poner las medidas para que la igualdad sea efectiva.

En nuestro esplendor, sin embargo, caímos en el viejo error de “mirarnos el ombligo”. El movimiento obrero organizado, el sindicalismo, y el propio Derecho del Trabajo obviaron algunos factores de análisis esenciales en la etapa de esplendor respecto a lo que deberían ser sus fines últimos. En otras palabras: el orgullo por haber conquistado en un tiempo tan relativamente escaso el primer instrumento efectivo de igualdad social (de haber normado por vez primera “la igualdad”) conllevó que nuestra reflexión igualitaria no siguiera avanzando. Mientras hacíamos crecer nuestra casa, nos limitamos a deleitarnos ante la bastedad de nuestro predio, omitiendo cualquier intento de expansión.

La primera de nuestras omisiones tenía un ámbito geográfico. Nos negamos a nosotros mismos una simple constatación: en los países opulentos vivimos tan bien porque otros –que son los más a escala planetaria- viven peor. Es decir, nuestro sistema, tan civilizado, resultaba posible porque el nivel de rentas nacional –construido en buena parte sobre el expolio sistemático de “los otros”- lo permitía.

Tampoco profundizamos demasiado en una segunda omisión intrínsecamente conexa con la anterior: en el concreto marco de los distintos mercados internos las clases dominantes preferían renunciar a una parte de sus rentas y de sus potestades “naturales” a cambio de paz social. El “peligro rojo”, surgido del gran combate social de principios de la pasada centuria, seguía latente. El pacto social welfariano se sustentaba, por tanto, en un sinalagma no escrito: la porción de tarta nacional de los trabajadores se incrementaba, a cambio de que no se discutiera el sistema “in toto”.

El Derecho del Trabajo, pues, se basaba sobre dos ejes: de un lado, se constituía como garante del pacto (por tanto, con su régimen de derechos y obligaciones para ambas partes); por otro, inherentemente, su ámbito era nacional (salvo esas declaraciones de intenciones que son los convenios de la OIT). No empece a esta última consideración la cesión de soberanía a las instituciones comunitarias en el seno de Europa: se trataba de construir un mercado interno más amplio. Nuestro paradigma igualitario, pues, no era absoluto, al estar sometido a dos fronteras: las geográficas del Estado –o de la Comunidad- y las materiales del pacto implícito. Nuestra disciplina se erigía como garante de la paridad contractual efectiva en un concreto país y sólo respecto a las reglas de distribución de la tarta.

Las claves de la tercera omisión analítica podemos hallarla en los recientes trabajos de una de las mentes más claras de la izquierda catalana, Antoni Doménech. Los valores republicanos no se agotaban en la libertad y la igualdad. La tríada de Robespierre incluía, también, otro concepto: la fraternidad. Si despojamos a la misma de sus valores clericales y hacemos la lectura moderna que Doménech nos propone nos hallamos ante un principio basado en que nadie precise de permiso de otro para vivir, en tanto que como ciudadano tiene derecho a medios de sustento. El Derecho del Trabajo –como depositario de la herencia del Welfare- no avanzó en ese terreno: la igualdad –como derecho de civilidad- se erigía sólo a partir del factor trabajo. Si éste no existía tampoco lo hacían nuestras tutelas. De alguna manera, sustituimos la idea liberal de ciudadano-propietario por la de ciudadano-trabajador. Ello es especialmente denotable, por ejemplo, de los llamados sistemas continentales o profesionales de Seguridad Social. Es apreciable, empero, que de alguna manera, la vieja idea fraternal seguía perviviendo en nosotros: en mayor o menor medida ampliamos también nuestras tutelas hacia los desprotegidos no trabajadores (asistencia social, subsidios, prestaciones no contributivas, etc.). Debemos reconocer, sin embargo, que las situamos (seguimos haciéndolo) en la periferia de nuestra disciplina.

La última omisión tenía, incluso, un mayor calado: olvidamos que nuestro edificio está construido sobre un terreno inestable, el de un modelo productivo concreto. Todas nuestras instituciones, todas nuestras reflexiones jurídicas se adecuaban (como no podía ser de otra forma) a las necesidades específicas y puntuales de los conflictos surgidos entre los sujetos contractuales en relación al modo de producción fordista. Nos reflejamos en el mismo y teorizamos, sólo, sobre él. Sin duda puede imputarme el lector de estas páginas que esta crítica es contradictoria con la necesaria y óptima normativización vinculada al conflicto por la que antes abogaba. Una mayor concreción explicativa evidencia, empero, que no hay tal contradicción: lo que ocurre es que omitimos (olvidamos) en su momento que los modos y formas de producir no son estáticos en el capitalismo. Que evolucionan constantemente. Y que aunque esos cambios periódicos son generalmente puntuales o de escaso calado (los que originas las microdiscontinuidades de nuestra disciplina), en contadas ocasiones, por mor de la tecnología, la mutación es radical. Quizás de haber recurrido a los viejos clásicos, de no haberlos olvidado y reciclado tan pronto, entenderíamos lo que vendría luego: ”la burguesía no puede existir si no es revolucionando incesantemente los instrumentos de producción, que tanto vale decir el sistema todo de la producción, y con él todo el régimen social (...) La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción interrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes”. Sí, se trata de El Manifiesto Comunista (tan desfasado, al parecer, según algunos, tan sorprendentemente fresco aún para quien sepa leerlo con ojos nuevos, sin dogmatismos). La entronización de la cultura del dinero, del afán de lucro, la mercantilización de cualquier actividad e, incluso, sentimiento humanos, elementos que definen todos ellos intrínsecamente a esa patología autodestructiva de la especie que es el capitalismo, comportan la conocida dinámica: el cambio constante del modelo productivo para producir más, para ser más competitivo (término paradigmático de la supuesta modernidad), en definitiva, para que unos pocos ganen más dinero.

El Derecho del Trabajo no supo (o no pudo) construir un discurso por la igualdad entre clases que transcendiera no sólo a las fronteras antes expuestas, sino tampoco al concreto modelo productivo vigente. La igualdad entre las partes devino, pues, formal, no substantiva. Los mecanismos de paridad social tenían claros límites que, probablemente, no podíamos traspasar porque esos eran los lindes de nuestra finca. Y bien, pensará el lector: ¿no es esto también invocable de la evolución de la izquierda en los países capitalistas durante la etapa del welfare?. Sin duda. Ocurre, sin embargo, que por su origen histórico –por su imbricación en los “valores republicanos” tradicionales y su conexión con los valores emancipatorios de los trabajadores- el Derecho del Trabajo es el Derecho de la izquierda. No es casual que la actual crisis de ésta sea coetánea a la nuestra propia. Como tampoco es casual que las organizaciones de izquierda (y, entre ellas, el sindicalismo) se erigieran como portavoces del movimiento obrero. De un movimiento obrero que, sobre todo en Europa, se imbricó en un marco nacional.

Esos tiempos de esplendor, siguiendo con el íter histórico, fueron poco a poco apagándose. Empezaron a ocurrir cosas puntuales que, al principio, no nos alarmaron. La saturación del mercado comportó cambios importantes en el modelo fordista –que aún era reconocible como tal-. La crisis de los setenta afectó al empleo y el principio de estabilidad en la ocupación se hizo añicos. La nueva tecnología informática se implementó en los centros de trabajo. La necesidad capitalista de un “ejército industrial de reserva” –de nuevo, el viejo barbudo de Tréveris- rompió el mercado laboral, primero con los jóvenes y la contratación “basura” y los sistemas retributivos duales, luego, con el uso ominoso y explotador de mano de obra extranjera. El sujeto colectivo típico se disgregó en múltiples colectivos con intereses diferenciados. Ninguno de dichos fenómenos, por él mismo, nos preocupó demasiado: “las típicas discontinuidades...”, pensamos mientras llamábamos con cada vez mayor asiduidad a la brigadilla de mantenimiento. Cuando nos quisimos dar cuenta el modelo de empresa fordista estaba en vías de extinción, el tradicional estereotipo de interés colectivo de los trabajadores se había disgregado, el sistema de relaciones laborales había mutado hasta novarse. En definitiva, el modo y la forma de producir había cambiado radicalmente. El terreno sobre el que habíamos construido nuestro imponente palacio había experimentado una transformación sísmica.

Pero no fue sólo eso. Tal vez un cambio in rádice como el ocurrido en el terreno productivo podría haberse solucionado con una modificación en profundidad de los planos de nuestro ajado palacio. Los factores concurrentes, sin embargo, son más complejos. El nuevo modelo de producción se caracteriza, también, por la internacionalización de la producción y los servicios a través de redes (la famosa globalización), en tanto que el cambio informático y las modificaciones en el transporte permiten la microdisgregación del sistema productivo. Y ocurre que nosotros carecemos de mecanismos que permitan traspasar nuestras fronteras geográficas.

Y lo más grave: las clases dominantes han dado por roto el añejo pacto fordista-keynesiano. Ya no precisan del mismo: han triunfado irremisiblemente –al menos por ahora- frente al “peligro rojo”. Las viejas conquistas de nuestros abuelos se ven constantemente discutidas y negadas por aquéllas, que invocan, ante la modificación radical del paisaje lo que los juristas llamamos el principio “rebus sic stantibus”: el fin de la causalidad que dio origen al previo contrato. La conocida noción de “la lucha de clases desde arriba”. El neo-liberalismo invoca, en definitiva, el fin de las viejas tutelas conquistadas, el individualismo descarnado, la primacía del mercado –del afán de lucro- sobre la civilidad. Para ello hay que dinamitar la vieja noción de “igualdad” (¡no digamos, la “fraternidad”!) e inmolarla en el altar de la “libertad” (de las empresas, no de los ciudadanos)

He aquí las –conocidas- razones de nuestra crisis.

¿Sigue siendo necesario el Derecho del Trabajo en ese panorama?. Permítame lector que utilice esa técnica de respuesta que -no sé porqué razón- es denominada “a la gallega” y conteste a una pregunta con otras: ¿Existe ahora igualdad entre trabajador y empresario?, ¿se ha superado la situación de dependencia de los trabajadores respecto a sus empleadores?, ¿ya no aspiran los asalariados a cobrar más y trabajar menos y los empresarios a obtener más ganancias?, ¿ha dejado de ser necesaria la “unión” de los trabajadores para equipararse al empresario?, ¿hemos alcanzado un nivel de desarrollo humano que conlleve la aniquilación de la solidaridad societaria hacia los más desamparados?. Es obvio que una visión objetiva –aunque no forzosamente imparcial- de la realidad ha de comportar una respuesta negativa a esos interrogantes-respuestas. Las razones que generaron el conflicto social del que surgió el Derecho del Trabajo siguen ahí, si bien con lógicos matices diferenciados respecto a etapas anteriores. Por tanto, la conclusión es obvia: el iuslaboralismo sigue siendo necesario. Y no sólo (contra lo que se afirma por parte de algún sector) en relación con las importantes bolsas de fordismo que siguen existiendo en la realidad productiva. El Derecho Social continua siendo también imprescindible también respecto a las relaciones laborales surgidas de la nueva cultura productiva.

Es obvio que esta última constatación ha de ser matizada: lo que sigue siendo necesario es la intervención jurídica en el conflicto dimanante de la nueva cultura productiva, a fin de materializar instrumentos de igualdad entre las partes. Y, en aras a preservar el principio de adecuación entre el Derecho y la realidad por el que antes se abogaba, esa intervención debe producirse respecto al nuevo panorama productivo, con los necesarios cambios y modificaciones –radicales- en nuestra disciplina. No podemos obviar, sin embargo, que los estómagos agradecidos de los voceros e ideólogos en boga del neo-darwinismo social (en una relación directamente proporcional entre su impacto mediático y su conocida limitación mental) están poniendo en tela de juicio la noción de igualdad. ¿Y bien?... ¿no hemos calificado antes el Derecho del Trabajo como el Derecho de la izquierda?. Probablemente, por nuestro orígenes y nuestra propia ontología, nos corresponde a los iuslaboralistas (más que a ninguna otra disciplina jurídica) seguir defendiendo los viejos valores republicanos. Cuando amaine el vendaval neo-conservador, esos valores de la civilidad laica seguirán perviviendo y siendo necesarios. Mientras tanto empecemos a reflexionar sobre los elementos configuradores de nuestra transición a partir del actual desconcierto. Desconcierto no sólo propio: también resulta postulable del movimiento obrero organizado y de la propia izquierda.

En el anunciado desconcierto de la izquierda de las sociedades opulentas (también en el sindicalismo, también en el iuslaboralismo pro operario) aparecen en su seno –muchas veces enfrentados- dos discursos: el de la oposición radical a los cambios en trance con la reivindicación coetánea del paraíso perdido del welfare , y el del posibilismo, consistente en la aceptación acrítica de los nuevos procesos, con intentos de parcheos humanizadores de la barbarie (de nuevo, el viejo debate entre el dogmatismo y el posibilismo: ¡Nunca aprenderemos!). Debo confesar que ninguna de ambas opciones me convence: el discurso maximalista obvia que el Estado del Bienestar de los últimos cincuenta años se construyó sobre el sufrimiento de la mayor parte de la humanidad (sigue, por tanto, instalado en el pecado original de la izquierda del welfare: su egocentrismo); el pragmático, que ningún cambio es posible sin una alteridad propositiva.

En tanto que el viejo pacto social ha sido considerado roto por una de las partes, de nada sirve empecinarnos en mantener su vigencia. Eso es algo que ya sabemos desde el Derecho romano. Ese pacto se basaba –es obvio- en el reconocimiento de una serie de derechos a la “pobreza laboriosa” –ya no tan pobre gracias a aquél en términos generales-; pero muchos parecen no recordar que también existían obligaciones para esa parte: entre otras, las renuncias a “ir más allá” en el discurso igualitario y de superar los límites de nuestro predio, tal y como antes hemos expuesto. Si el sinalagma surgido de la legítima unión de fordismo, welfare y Estado Social de Derecho ya no está vigente, carece de sentido seguir manteniendo esos límites. Y si el Derecho del Trabajo sigue siendo necesario –como hemos abogado en líneas anteriores- resulta imprescindible repensarlo en el nuevo panorama, sin que las fronteras e instituciones antes vigentes tengan porqué permanecer imperturbables.

Esta imprescindible readecuación nos lleva, forzosamente, a poner en tela de juicio los marcos nacionales de nuestra disciplina. Nos obligan a readecuar nuestro discurso al nuevo panorama productivo. Y, finalmente, nos empelen a reflexionar respecto a nuestras instituciones de configuración del interés colectivo y la autotutela. Son estos los aspectos que intentaremos abordar en las siguientes páginas.





El problema de las fronteras: por una re-internacionalización del Derecho del Trabajo


Decíamos en párrafos precedentes que el Derecho del Trabajo fordista se caracterizaba por su ámbito nacional –o estatal, o comunitario, como prefiera el lector-. Los momentos de esplendor de nuestra disciplina tuvieron como eje central una economía de escala centrada en el círculo vicioso de abaratamiento de costes productivos e incremento de la productividad, de una parte, y aumento de rentas internas y consumismo a ultranza, de otra. También eran ésas cláusulas no escritas del contrato social de postguerra.

El fenómeno que conocemos como “globalización” productiva[1] comporta la ruptura del mercado interno fordista y la caída de los proteccionismos. Las artículos adquiridos por la población con menos capacidad adquisitiva provienen de países, a menudo, muy lejanos.

Y, en paralelo, la concurrencia de múltiples factores, ya expuestos, conlleva la disgregación de la producción y su internacionalización. Las famosas “deslocalizaciones” están al orden del día. Sin duda, no es un fenómeno nuevo: siempre ha ocurrido así por la propia lógica interna del capitalismo. Ocurre ahora que el abaratamiento del transporte y la microdisgregación productiva permiten la generalización a múltiples niveles del fenómeno.

El fin del mercado interno (de bienes y servicio y de mano de obra) comporta la paradoja de que los principales afectados por esa tendencia son los principales clientes de los productos baratos foráneos: ¡a la fuerza ahorcan!. No son infrecuentes –aunque sí, puntuales- determinados estallidos sociales de trabajadores que, en concretos sectores, ven peligrar sus derechos tradicionales ante la irrupción de esas mercancías baratas.