16 July 2012

CC.OO DE LA DICTADURA A LA DEMOCRACIA.


Ciclos de protesta, militancia y sindicalismo democrático: Comisiones Obreras, de la Dictadura a la Democracia.

Javier Tébar Hurtado,
Director del Arxiu Històric de CCOO de Catalunya
(Fundació Cipriano García)




El historiador asturiano Ramón García Piñeiro, hace ya unos años, hacia el 2000, alertaba sobre la crisis de la “historia social obrera” en su artículo “El obrero no tiene quien le escriba”. Su diagnóstico en muchos sentidos era certero cuando establecía una relación entre la progresiva pérdida de protagonismo, tanto desde un punto de vista académico como de público en general, de la historiografía sobre el movimiento obrero y la crisis del mundo del trabajo que se arrastraba desde la década de los años ochenta del pasado siglo XX. No obstante, teniendo en cuenta el volumen de trabajos que citaba el propio autor, y a la vista de la posterior producción sobre el tema -que si no ha sido extraordinariamente numerosa, sí que es ciertamente consistente-, podría llegarse a una conclusión distinta de aquella propuesta por García Piñeiro. Me parece que no es un problema de “escribientes”, sino más bien de “lectores”, la mayor parte de las ocasiones de “lectores especializados”. Estoy tentado de pensar que, en realidad, “Quien escribe sobre el obrero no tiene quien le lea”. Con ello, no niego la pérdida de centralidad en la historiografía, aunque no sólo en la española, de las cuestiones relacionadas con el trabajo, los trabajadores y sus organizaciones a lo largo de los últimos treinta años.
Esta cuestión, como es obvio, ha afectado a las investigaciones sobre el mundo obrero bajo la dictadura del general Franco. Pero esta evolución no sólo tiene relación con los grandes cambios históricos producidos en términos de sociedad desde los años ochenta –sucintamente: el paso del “fordismo” al “posfordismo”-, sino que también lo tienen con las propias transformaciones en la manera de concebir y de escribir la historia –simplificando: la tensión y la disputa entre la “historia social” y la “historia cultural”- que se ha producido a lo largo de los tres últimos decenios. Este es un tema  que aquí no puedo abordar, pero que debe tenerse muy en cuenta, puesto que está en el trasfondo de muchas de las investigaciones que se presentan en este Congreso Internacional “Sindicalismo en España: del Franquismo a la estabilidad democrática (1970-1994)”, como en tantos otros congresos y jornadas.
Mi ponencia, con el título “Ciclos de protesta, militancia y sindicalismo democrático: Comisiones Obreras, de la Dictadura a la Democracia”, tiene por objeto presentar algunas líneas interpretativas sobre la trayectoria histórica de las Comisiones. No obstante, de manera previa, quisiera introducir dos consideraciones, una de tipo teórico y otra como hipótesis de partida.
En primer lugar, la consideración teórica. Tal como planteó Antonio Gramsci para el estudio de la historia de un partido político, podría considerarse que escribir la historia de un movimiento, de un sindicato o de un partido significa escribir, desde un punto de vista monográfico, la historia de la sociedad de la que ese movimiento, sindicato o partido es un componente. En este sentido, puede decirse que la historia de las Comisiones Obreras sólo es inteligible si se analiza su relación con la clase obrera en su conjunto, no sólo con sus militantes y simpatizantes, sino también con otras clases y grupos sociales. En definitiva, se trataría de saber inscribir su historia dentro del contexto político nacional del que forma parte, y en el que existen diferentes fuerzas en presencia, entre ellas, y de manera destacada, el Estado franquista. El conflicto, como evidencian numerosos trabajos, entre movimiento obrero y Estado franquista ha sido ciertamente explorado y abordado desde hace tiempo. Entre otras razones porque no podemos contentarnos con describir simplemente la trayectoria política interna de lo que fueron las Comisiones o de lo que fueron otros movimientos y organizaciones políticas antifranquistas. La crónica exacta del número de afiliados o participantes, la forma de organización, las declaraciones programáticas, los líderes, etc. como unidad de análisis –si bien debe en muchos sentidos completarse-, responde a una visión del vértice del movimiento, a una visión exclusivamente “institucional”. Esta mirada, como se viene insistiendo por parte de los especialistas desde hace décadas, tiene que combinarse con una aproximación que permita poner en relación aquella parte organizada del movimiento obrero con la base social que fue capaz de movilizar. Desde un punto de vista metodológico, sería conveniente, por tanto, plantearse el análisis de la cuestión de “arriba a abajo” y “abajo a arriba”.
Añado yo que también sería por completo recomendable hacerlo sin apriorismos previos. Cuando digo apriorismos previos, me refiero al arraigado hábito entre los historiadores dedicados a estas cuestiones de presentar el conflicto social como un relato épico, como un momento extraordinario de lucha, independientemente de sus resultados, del que son exclusivos protagonistas los trabajadores y sus organizaciones. Esto es algo que, en mi opinión, ha propiciado muy poca atención al conflicto social como relato de lo cotidiano, de la “crónica” sobre aquello conseguido en lo concreto, a través de la negociación colectiva, de los convenios, de la relación con la contraparte, con el empresariado. En definitiva, más que del conflicto de parte, se trataría de plantearse una historia de las relaciones laborales, tal y como ha señalado reiteradamente el historiador Carlos Arenas. Es cierto que, desde la década de los noventa en adelante, los trabajos de José Babiano para Madrid, José Gómez Alén para Galicia, Rubén Vega para Asturias y José Antonio Pérez para el País Vasco supusieron, muy en particular, una renovación de gran importancia en este sentido. No obstante, todavía hoy el relato sobre el movimiento obrero durante el tardo-franquismo y los años de la “transición” política a la democracia adolece de ser un relato sin el adversario directo de los trabajadores, más allá del propio Estado franquista, y por consiguiente es un relato a medias. A nadie se le ocurriría, por poner un ejemplo, contarnos la historia del F.C. Barcelona sin tener en cuenta la del Real Madrid; a nadie se le pasaría por la cabeza, hacer la historia de Escisión el Africano sin tener en cuenta la de Aníbal Barca… Aunque las presentemos a menudo como las plutarquianas “vidas paralelas”     –de parejas opuestas o bien de figuras en solitario-, trabajadores y empresarios, más bien, viven “vidas simultáneas”; sus trayectorias ocurren al mismo tiempo, se interpelan, se relacionan y condicionan mutuamente. Sin embargo, todavía hoy continúan prevaleciendo algunos análisis sobre las cuestiones político-ideológicas que pudieron marcar la evolución del nuevo movimiento obrero, al tiempo que se orilla una cuestión tan fundamental como fue el fenómeno de la “representación obrera”, de su forma, una cuestión que estuvo ligada indisolublemente a las reivindicaciones que consiguieron movilizar a los trabajadores de diferentes sectores de la producción, más allá de su identificación o no con determinadas ideologías o movimientos políticos.
En segundo lugar, presento algunas de las hipótesis interpretativas sobre la historia de la evolución del sindicalismo democrático en España entre el tardo-franquismo y finales de la década de los años ochenta. Ya que se ha hablado en otra ponencia presentada en este Congreso de la actual “crisis del sindicalismo” en el siglo XXI, partamos inicialmente de aquella otra “crisis” que atravesó el sindicalismo confederal durante los años ochenta, y sobre la que también se escribieron ríos de tinta. Pocos meses después del 14-D de 1988, el “paro general” -como lo denominaron los principales sindicatos que lo convocaron: CC.OO. y UGT- que pasó a constituir la “huelga general ciudadana” de mayor éxito en la historia de la democracia española, el historiador británico Sebastian Balfour apuntaba algunas cuestiones que me interesa traer a colación. Al preguntarse sobre una paradoja que siempre ha caracterizado al sindicalismo democrático español de la segunda mitad del siglo XX, a saber, la contradicción aparente entre el alto nivel de movilización del movimiento obrero durante la Dictadura (y en cierta medida después) y el bajo nivel de afiliación en el “posfranquismo”, Balfour mencionaba dos posibles interpretaciones de este fenómeno. La primera sería aquella que ofrecía una explicación a partir de la crisis económica que se desató en la segunda mitad de los años setenta; y, sin duda, hay razones para valorarla adecuadamente, por cuanto aquella recesión condicionó fuertemente el desarrollo del nuevo sindicalismo democrático. Un segundo tipo de interpretación, centrado ya durante la posterior etapa de “transición política” a la democracia, subrayaría los compromisos aparentemente necesarios para conseguir un consenso político (entiéndase, Pactos de la Moncloa, 1977), que, finalmente, no favorecían el avance del nuevo sindicalismo, por cuanto le hicieron perder protagonismo y ganar en subordinación respecto de los partidos políticos. Ambas hipótesis situaban las causas de explicación entre los años finales de la Dictadura y en el inicio de la Democracia en España. Sin embargo, Sebastian Balfour subrayaba la necesidad de ofrecer explicaciones a partir del examen del propio sindicalismo durante la época de la Dictadura. De no hacerlo, pudiera parecer que era “lógico” y “natural” que bajo un régimen de las características del Franquismo existiera un “sindicalismo obrero democrático”, como si se tratara de algo dado. Sin menoscabar la importancia de las anteriores hipótesis (crisis económica y “consenso” político), lo que se proponía era, en definitiva, un examen de la herencia de la Dictadura en el nuevo movimiento sindical, centrándose en particular en la experiencia de los trabajadores y en la estrategia y las prácticas de la oposición obrera organizada. De hecho, con este planteamiento introducía la dimensión histórica de la transición política. Algo que le permitía señalar que “la característica más marcada de la historia del movimiento obrero en España desde 1939 había sido la “discontinuidad”. Después de la Guerra Civil, se desmantelaron los viejos sindicatos y partidos obreros. Luego, los cambios socio-económicos después del año 1959 transformaron la estructura e identidad de la clase obrera. Y finalmente, la crisis económica de la segunda mitad de los setenta llevó a una profunda reestructuración que había disuelto a muchos de los colectivos que se habían organizado durante el boom económico (…). No es sorprendente que las formas de organización colectiva que se desarrollaron en la segunda mitad de la dictadura no hayan perdurado”. Así las cosas, el nuevo movimiento sindical español inició su construcción en un contexto nada favorable, en medio de la mayor crisis económica internacional desde los años treinta, con sus intereses subordinados al compromiso político y con una herencia altamente negativa del Franquismo. Visto así, y teniendo en cuenta todas estas circunstancias, Balfour concluía señalando que quizás fuera erróneo hablar de “crisis del sindicalismo”. Por el contrario, lo realmente sorprendente era la capacidad que había mostrado el movimiento sindical español para emprender la tarea de reconstruir un nuevo sindicalismo en unas condiciones sumamente desfavorables. De manera que la contradicción aparente entre un alto nivel de movilización del movimiento obrero durante la Dictadura y la transición política española y el bajo nivel de afiliación sindical (entre el 10 y 15%), tal vez no constituyera una paradoja si se tenía en cuenta el recorrido histórico del sindicalismo democrático.
También quiero hacer referencia a una cuestión habitualmente dejada de lado por los especialistas, aunque se ha ido incorporando a lo largo de los años. Me refiero a la “ecología obrera” de la que habló por primera vez el propio Sebastian Balfour. En efecto, la ciudad y la fábrica son dos potentes iconos del siglo XX que constituyen potentes elementos de identificación, de identidad colectiva de la clase trabajadora. El mismo Balfour introdujo con su estudio pionero la cuestión de la “ecología obrera”, es decir, de la forma en que la ciudad conformó los estilos del movimiento obrero, hasta el punto de diferenciar entre “varios movimientos obreros” más que de un solo “movimiento obrero unificado” bajo la Dictadura. El carácter de la protesta local sería, pues, determinante en la evolución de la disensión obrera en España. Ofreciendo sus ventajas, que pasaban fundamentalmente por su nivel de arraigo social, y también sus desventajas, como lo fueron la debilidad, cuando no la falta de coordinación más allá del estricto ámbito local. Sin duda, la ciudad y la fábrica moldearon al “nuevo movimiento obrero”, aunque cabría también explorar hasta qué punto, una y otra, fueron así mismo modelados ambas por el carácter y la naturaleza de aquel movimiento obrero. Cuestión que se ha plantado por parte de los historiadores en menor medida. Esto ha sido así, entre otras razones, por la falta de estudios de fábrica, análisis monográficos que en otros países, como Italia y Francia, han constituido una fructífera línea de investigación.
Por último, debo advertir que mi intervención no se plantea como un relato factual y cronológico, aunque alguna parte de ella si que se ajuste a este planteamiento. Me he propuesto, por el contrario, ordenar esta intervención a tres cuestiones o problemas, tal como indica el título de la ponencia, en torno a los que reflexionar.


1. Ciclo de protesta

En España desde finales de los años cincuenta, y de manera especial durante la década siguiente, cuando se produciría lo que se dio en llamar “el milagro económico español”, es decir, el “Desarrollismo”, tuvieron lugar cambios económicos y las transformaciones sociales de extraordinaria importancia para el futuro del país. Por conocidos, no voy a entrar en su enumeración. Sí que me interesa, sin embargo, subrayar que sobre aquel telón de fondo, se iba a producir un ciclo de protesta, relacionado con esos cambios y transformaciones, entre otras cosas, que marcaría los años finales de la Dictadura.
La protesta popular, que expresa las características de un ciclo, según la definición de Sidney Tarrow, constituye una fase caracterizada por el conflicto intenso y la beligerancia a todo lo largo del sistema social. Incluye una propagación rápida de la acción colectiva de sectores más movilizados a menos; aceleración en la innovación de formas de beligerancia; marcos de acción colectiva nuevos o transformados; una combinación de participación organizada y desorganizada; secuencias de interacción intensivas entre desafiadores y autoridades, las cuales pueden desembocar en reforma, represión y, a veces, en revolución.
              Como es comúnmente aceptado por los historiadores dedicados a estos temas, el surgimiento de las Comisiones Obreras se inscribió dentro de un ciclo de protesta iniciado hacia 1962, con un notable y constante aumento del conflicto laboral, expresado a menudo como conflicto político en el marco de un régimen autoritario como el franquista, que tuvo su punto álgido en el año 1976. Momento en el cual se superpusieron los efectos de la crisis económica mundial (Crisis del Petróleo de 1973) con los de la crisis política que representó el tránsito de una dictadura a un régimen democrático en España. Es este arco temporal cuando se produjo la aparición, extensión y finalmente consolidación, no sin dificultades, de las Comisiones Obreras. Este fue un movimiento obrero nuevo, que protagonizó las principales luchas laborales, pero también políticas, obteniendo arraigo popular y presencia organizada en los centros de trabajo del conjunto de la geografía española; particularmente, aunque no de manera exclusiva, entre los mineros, en las medianas y grandes empresas del sector del metal y entre los trabajadores de la construcción.
              Las Comisiones Obreras fueron el desafío obrero a la Dictadura. Los orígenes de su aparición en diferentes lugares, la proyección de su alcance más allá del ámbito local, así como el carácter flexible de la forma de protesta impulsada por el movimiento de las Comisiones Obreras, constituyeron una novedad en el desafío político al Régimen dictatorial. Que esto fuera así, dependió tanto del tipo de reivindicaciones que defendieron, a partir de la combinación de peticiones laborales concretas y explícitas demandas políticas, como de las propias características del repertorio de la acción colectiva que adoptarían de forma temprana. Actuaron tanto en el ámbito legal, a través de una forma de protesta “elíptica” que le permitía protegerse de la represión; como en el terreno de la ilegalidad, organizando su coordinación de manera clandestina, amenazada por la represión. La persecución de las actividades identificadas con un movimiento social como el de las Comisiones, surgidas y consolidadas desde principios de los años sesenta en diferentes regiones españolas, terminó constituyendo para las autoridades de la Dictadura uno de sus principales objetivos para mantener lo que conceptuaban como “orden público”. No en vano, a lo largo de aquella etapa de su recorrido histórico, las Comisiones Obreras tuvieron un destacado protagonismo en la ampliación y fortalecimiento de la resistencia opositora a la que tuvo que enfrentarse la Dictadura durante los últimos lustros de su existencia. Una cuestión relevante es que las Comisiones constituyeron lo que durante el Franquismo sería la primera instancia unitaria de las organizaciones obreras. Posibilitaron, de hecho, la confluencia de la militancia del conjunto de los grupos y organizaciones sindicales, sin exclusión de los comunistas. Esto permitió que se produjera, por primera vez y de manera explícitamente reconocida por ambas partes, un cambio histórico: la colaboración entre comunistas y católicos en el seno del movimiento obrero.
En diciembre de 1965 la modificación del artículo 222 del código penal legalizaría, aunque a partir de un redactado ambiguo, las denominadas “huelgas económicas” -una distinción iniciada con un decreto aprobado en septiembre de 1962, después de las huelgas de la primavera de aquel año-, si bien las huelgas “políticas” continuaban siendo tipificadas como sediciosas y el gobierno decidía a través de los tribunales cuándo una huelga era “política” o “económica”. Asimismo, la aprobación de la Ley de Prensa e Imprenta de 18 de marzo de 1966 con el que desaparecía la censura previa -siendo ministro Manuel Fraga Iribarne de Información y Turismo-, aunque no cambió en lo fundamental el clima cultural del país, representó una tímida apertura, facilitando que pudiera informarse sobre las huelgas de forma más abierta y con menos eufemismos. Por otro lado, los años que van de 1963 a 1968 pueden evaluarse como la etapa del régimen franquista durante la cual las conductas políticas expresadas por los españoles, las consideradas menos graves, no estuvieron sometidos de manera exclusiva al código de justicia militar. Cada una de estas cuestiones, dibujaron un contexto de cambios en el que la se presento una estructura de oportunidades políticas que bien pudieron ser aprovechadas y alentaron al nuevo movimiento obrero de cara a su reactivación. A ello se sumaría que las Comisiones se beneficiaron de manera principal de las propias contradicciones del proyecto populista de José Solís, secretario general del Movimiento y delegado nacional de Sindicatos, que perseguía la “revitalización” de la Organización Sindical Española (OSE). En realidad, el proyecto de Solís pasaba por la introducción de unas mínimas reformas con las que obtener legitimidad política de cara a los trabajadores, pero también buscaba hacerse con un espacio de poder propio dentro del gobierno.
              Es este contexto cuando, el 31 de marzo de 1966, fue presentado el manifiesto de CC.OO. “Ante el futuro del sindicalismo”, que fue enviado a Solís y a otras autoridades, con el propósito de pedir la legalización de un movimiento como el las Comisiones. En sus iniciales declaraciones programáticas, las Comisiones se autodefinieron como un “movimiento socio-político”. Como movimiento organizado y unitario de los trabajadores, las Comisiones aspiraban a construir un “sindicato obrero” en un horizonte próximo, de “unidad y libertad” sindicales. El primer paso para lograrlo pasaba por conseguir el derrumbe del Sindicato Vertical franquista, algo que, en definitiva, significaba cuestionar frontalmente a la propia Dictadura. La relativa tolerancia gubernativa mostrada con ellas durante unos primeros meses puede interpretarse como un juego de ambivalencias por parte del sindicalismo oficial. La reiteración del slogan “votar al mejor”, que formaba parte del proyecto sindical-populista de Solís, sería un buen ejemplo de actitud inicial. No será, sin embargo, hasta la convocatoria de las elecciones sindicales del verano de 1966 cuando el movimiento de las Comisiones alcance un nuevo impulso en su consolidación. En el caso de las de Barcelona, existió una cierta unanimidad entre los militantes del PSUC y el FOC –cuya posición sobre este asunto desde 1961, a diferencia de los comunistas, había sido titubeante- para el aprovechamiento de los cauces legales que ofrecía la Dictadura de cara a la obtención de cargos sindicales la OSE. El resultado de las elecciones representó para las Comisiones a nivel español un importantísimo paso en la obtención de enlaces y jurados que se identificaran con ellas, así como, en mucho menor grado, representantes en la “línea de mando” político (presidencias y vicepresidencias de las Secciones Sociales) del sindicato franquista.
              Al calor de unos resultados que se valoraron como extraordinariamente positivos, el 9 de octubre de 1966 tuvo lugar una reunión en Madrid, a la que acudieron representantes de la CGT francesa, CGIL italiana, las Trade Unions y el secretario general de la Central General de los Servicios Públicos de Bélgica, y en la que las delegaciones de Comisiones de Madrid, Barcelona, Bilbao, Asturias, Burgos, Alicante, Alcoy y Sevilla presentaron el movimiento ante estas organizaciones sindicales internacionales, con el fin de obtener su reconocimiento y apoyo. Así mismo, se impulsó una orientación desde el “nuevo movimiento obrero” que pasaba por priorizar la lucha por las libertades políticas para garantizar las sindicales. Esta posición estaba en sintonía con la estrategia “frentepopulista” del PCE y el PSUC, de impulso de una amplia alianza política en torno al restablecimiento de las libertades democráticas como forma de aislar y derrocar a Franco. El Régimen, en cualquier caso, tuvo que enfrentarse a partir de entonces a la existencia de un nuevo actor político que, empeñado en la organización del disentimiento y la protesta obrera en la sociedad española, actuaba con dos perfiles diferenciados. Esta misma caracterización, dificultaría de manera notable a los aparatos policiales y judiciales franquistas encontrar una forma adecuada para reprimir lo que a primera vista podría resultar un fenómeno “heteróclito”.
Durante aquellos meses se había estado produciendo una “armonía de contrarios”, en base a la que, por el momento, ninguno de los dos actores: el Vertical y las Comisiones, ponían abiertamente las cartas sobre la mesa. No obstante, el movimiento de las Comisiones se estaba perfilando como un foco principal de la oposición política antifranquista. Ante la amenaza que su activismo representaba, el Régimen trató de desarticularlas a partir de una ofensiva jurídica para llevar a cabo medidas represivas. El ciclo iniciado se tradujo en primer lugar en la decisión de ilegalizarlas a través de una sentencia del Tribunal Supremo, de 16 de marzo de 1967, acusándolas de ser una “hijuela” del Partido Comunista de España. El movimiento pasó de la “a-legalidad” al terreno de lo conceptualizado por el Régimen como “subversión”. Al mismo tiempo, el gobierno decidió la suspensión de la negociación colectiva el mes de noviembre de aquel mismo año, con la intención de frenar la posibilidad de la protesta obrera. Y, finalmente, se inició una oleada de represión policial y judicial que se cernió sobre los militantes de Comisiones. Aquellos que fueron detenidos y encausados en procesamientos judiciales, fueron de manera automática, desposeídos de sus cargos sindicales y en muchas ocasiones despedidos de las empresas donde trabajaban.
La misma naturaleza y orientación que las definió propiciaría -y en parte se vería potenciado durante los años sucesivos- que los activistas de Comisiones hicieran uso de las “jornadas de lucha”, las acciones conocidas como “jornalismo”, para expresar públicamente la protesta, dotándola de una fuerte carga simbólica y adquiriendo presencia en el espacio público. Sin embargo, sus resultados en cuanto a su seguimiento fueron irregulares, cuando no discretos, pero sobre todo constituyeron también una fuente importante de costes políticos debido a la relativa facilidad con que el movimiento fue blanco de la represión. Dentro de las Comisiones se fue perfilando una tensión entre un tipo de “sindicalismo de calle”, de acción política, frente a un “sindicalismo de negociación”, arraigado en la empresa. El primero, de hecho, conectaría con las necesidades políticas que el PCE-PSUC tenía en aquellos momentos y con su concepción leninista del sindicalismo como “tradeunismo”. O dicho de otra forma, la concepción de las reivindicaciones laborales como una cuestión de valor, pero de un valor relativo, puestas las miras en su utilidad como medio para la elevación desde las reivindicaciones de “carácter económico” a las de “carácter político”, salto del todo necesario desde su óptica para una lucha que tenía como fin prioritario derrocar el Franquismo. Esta tensión entre las tácticas “legales” e “ilegales” atravesaría la experiencia de los militantes de las Comisiones posteriormente, hasta llegar, una década después, al momento de la transición política a la democracia.
Desde principios de los años setenta, en la jurisprudencia de las Magistraturas del Trabajo se incorporó progresivamente un criterio “gradualista” sobre la interpretación de la huelga obrera, según el cual las sanciones de despido afectarían a aquellos que se consideraban líderes de la protesta, mientras que la responsabilidad de los trabajadores que participaban en el conflicto quedaba reducida, aplicándoseles en algún caso sanciones de suspensión de empleo y sueldo temporal. No obstante, el despido por falta muy grave por “inasistencia voluntaria, injustificada y repetida al trabajo”, prevista en la normativa laboral, fijaba como criterio su repetición en tres días consecutivos -tiempo que coincidía con la duración máxima de las detenciones en las comisarías (72 horas)- y que, aplicado de manera invariable, salvo excepciones, afectó de manera particular a aquellos trabajadores y militantes obreros que eran retenidos en la Jefatura de Policía o en los cuarteles de la Guardia Civil. Las respuestas a la conflictividad social, que se expresó de manera creciente durante aquellos años, propició, por ejemplo, que en 1974 las empresas suspendieran de empleo y sueldo a veinticinco mil trabajadores. Por lo tanto, el criterio sobre las huelgas como una cuestión de orden público se mantuvo inalterable por parte de las autoridades. A ello se sumó el endurecimiento oficial sobre la convocatoria de las elecciones sindicales, suspendidas desde 1966, que se celebraron en 1971, siendo parciales y muy restrictivas respecto a la representatividad obrera.
Con motivo de un nuevo episodio de represión, se iba a producir un acontecimiento de importancia para la evolución de las Comisiones. El 24 de junio de 1972, la mayoría de los miembros de su Coordinadora General fueron detenidos durante la reunión que celebraban en el convento de los Oblatos de Pozuelo de Alarcón (Madrid). Los únicos que pudieron librarse de la detención policial fueron los miembros de la delegación catalana: Cipriano García Sánchez, José Luis López Bulla y Armando Varo González. El resto de dirigentes obreros  (Marcelino Camacho, Nicolás Sartorius, Miguel Ángel Zamora Antón, Pedro Santiesteban, Eduardo Saborido, Francisco García Salve, Luis Fernández, Francisco Acosta, Juan Muñiz Zapico y Fernando Soto Martín) pasaron a ser conocidos como los “diez de Carabanchel”, la prisión en la que permanecieron encarcelados hasta su juicio ante el TOP. En lo que se conoce como el “Proceso 1001” (procedimiento 1001/72), fueron acusados de “asociación ilícita” en base a la vinculación de Comisiones con el PCE. La fecha fijada para el juicio coincidió con el atentado contra el presidente del Gobierno, Luis Carrero Blanco, el 20 de diciembre de 1973. Aquello provocaría que el juicio fuera pospuesto algunas horas y también explicaría la dureza de las condenas fijadas por el tribunal, cuya suma superaba más de 160 años de prisión. Aunque, a finales de 1974, el Tribunal Supremo revisó las penas de los encartados en el “Proceso 1001”, rebajándolas hasta una suma conjunta de diez años. El nuevo “descabezamiento” del movimiento de las Comisiones, en esta ocasión en su nivel de coordinación más elevado, condujo a que el nuevo grupo encargado de aquellas tareas estuviera liderado por el veterano dirigente obrero Cipriano García Sánchez, un trabajador de la construcción de origen manchego que había llegado a Cataluña en los años cincuenta, que, siendo un destacado militante del PSUC en Terrassa, participó en la creación de las Comisiones catalanas. Algo que, a su vez, llevó a que el joven sindicalista de origen granadino José Luis López Bulla, militante comunista que formaba parte del grupo que impulsó aquel movimiento en Mataró, se hiciera cargo de la coordinación de la CONC. El cambio en el grupo dirigente, coincidiendo con un crecimiento sostenido de la conflictividad social en el conjunto del país, se mantendría entre junio de 1972 y diciembre de 1975.
Los miembros de las Comisiones Obreras, la irradiación de sus actitudes y la capacidad de vincularse y/o impulsar la protesta, representó un ejercicio práctico de libertades y derechos prohibidos por el Régimen, contribuyendo y alentando un largo proceso de “transformación” democrática de la sociedad española. Durante esta etapa se encontraron formas que facilitarían una progresiva confluencia, especialmente entre 1975 y 1976, entre las actitudes de una clase trabajadora altamente movilizada y las formas de organización del movimiento obrero. De esta forma, se prepararía el terreno para el logro de una institucionalización de la democracia en España, finalizada la Dictadura en 1977, a través de una intensa confrontación política. Los pactos a los que llegaron los contendientes fueron su resultado final. Un resultado que no puede dar cuenta por completo de aquel proceso, sino que cabría inscribirlo adecuadamente en ese mismo proceso. De lo contrario, se contribuiría a fortalecer una falacia frecuente entre los historiadores, según la cual el “final” explicaría el “principio”.
Durante estos años el mapa sindical se redefinió por completo. Se produjo la fulgurante aparición de una Unión General de Trabajadores cuya actividad fundamental hasta entonces había pivotado en el exterior, fraguando unas relaciones internacionales de las que se obtuvieron  apoyos de extraordinaria importancia de cara a su capacidad organizativa,  apostó por la implantación del modelo sindical socialdemócrata. El sindicato socialista se vio, además, reforzado con la incorporación de sectores de la Unión Sindical Obrera, creada en 1960. La reaparición de la Confederación Nacional del Trabajo, con una enorme ampliación de nuevos espacios libertarios, estuvo marcada fuertemente por el peso de un pasado –con el mantenimiento tanto su tradicional división entre anarquismo y anarcosindicalismo como su repugna a la acción sindical y la negociación-  que tuvo serias dificultades para sustituir su propio relato épico de las luchas pasadas. Finalmente, el movimiento sociopolítico de las Comisiones Obreras, que habían atesorado una experiencia y una fuerte presencia en los centros de trabajo     –desde los tradicionales bastiones del metal y la construcción hasta la progresiva incorporación de los trabajadores del sector servicios y de la Administración Pública-, no logró concretar la propuesta de una sindicato unitario que tradicionalmente había defendido. Algo que produjo la división de ciertos sectores y dio pie a la fuga presencia de un sindicalismo minoritario, identificado con la “nueva izquierda” nacida a finales de los años sesenta, como fueron la Confederación de Sindicatos Unitarios de Trabajadores (1976) y Sindicato Unitario (1977). En cambio, el tronco fundamental de lo que había venido siendo las Comisiones llevarían a cabo una revisión de su rica experiencia durante la Dictadura. Y a partir de la asamblea que tuvo lugar  el 11 de julio de 1976 en Barcelona, se optó por la construcción de un sindicalismo organizado, constituyéndose en una nueva central sindical de clase. Así las cosas, durante un período corto de tiempo, Comisiones Obreras tuvieron que transformar aquello que había sido un movimiento en lo que se denominó un “sindicalismo de nuevo tipo” que combinara la presencia organizada en las empresas con la participación de los trabajadores a través de la asamblea, como una de sus señas de identidad. Esta fue cuestión nada sencilla de llevar a cabo, si además se tiene en cuenta que el contexto en el que se realizó estuvo caracterizado por una triple crisis. No sólo eran años de crisis económica. También lo fueron de “crisis”, en el sentido de alteración y  cambio, de las formas  políticas hasta entonces empleadas. Y, por último, y conectado lo anterior, de crisis de las propias relaciones entre política y sindicalismo.

2. Militancia

He querido introducir aquí el fenómeno de la militancia porque me parece que es uno de los signos de identidad de aquellas Comisiones Obreras nacidas bajo la Dictadura. Con ello, no tengo la intención de menospreciar la importancia de los grupos dirigentes de las diferentes organizaciones que tuvieron relación con el movimiento de las Comisiones. No se entendería su historia sin plantearse la relación entre unos y otros; la militancia que trabaja en el interior del país y las direcciones de organizaciones políticas que tratan de orientar e influenciar en la política del Antifranquismo. Sin embargo, por razones de tiempo, sí que quería ofrecer algunas pinceladas sobre este asunto.
El objeto aquí son los “círculos militantes”, formados por aquellos que Alessandro Pizzorno denomina “identificadores”, en su estudio sobre la racionalidad de la acción colectiva, mediada por la “expectativa”. Aquellos mismos que Charles Tilly distingue de los “simpatizantes” o de los “colaboradores” puntuales movilizados. Algunos indicios permiten observan qué forma adoptaría la relación entre la política y la moral, la “moralidad” de la ‘resistencia ordinaria’ bajo el tardo-franquismo, me refiero a aquella protagonizada diariamente por las bases militantes de las organizaciones. La política se presenta como tendencialmente totalizante, es decir, configurándose una forma de “militancia total”. El valor dado a la política, incluso como “compromiso sanador” del orden político imperante, influyó, por último, para que la esfera de lo público y lo privado aparecieran no como espacios contiguos, sino unificados. Se podría decir que en la dedicación a la militancia política se fundirían el “tiempo físico” y el “tiempo social”, como espacios sin solución de continuidad. Ángel Rozas, el ya desaparecido militante obrero, miembro del PSUC y de CC.OO. de Cataluña, nos proporciona una precisa definición de ello: Es que, pues bien, normal, mi vida laboral era una continuación de mi vida militante porque como era delegado de la empresa, era enlace en la empresa y tal, pues era... yo allí a través de la legalidad vigente, con el Sindicato Vertical, pues luchaba por conseguir reivindicaciones para mis compañeros de trabajo, en ese caso concreto para la empresa, el problema de la vivienda, había gente que vivía en barracas, en malas condiciones, conseguí, pues, a dos de ellos que les dieran vivienda, pero... pero nada más”.
En la indagación sobre las formas y el significado de la experiencia de la militancia política, en particular de aquella que fue objeto de la represión franquista, que es la que voy a analizar, parece necesario plantear una premisa inicial, básica. Esta nos aconsejaría superar una mirada sobre los detenidos, los procesados y finalmente, en algunos casos, lo presos antifranquistas que les confiera el papel de víctimas inermes ante los aparatos de represión política. No hace mucho, Ricard Vinyes ponía el dedo en la llaga sobre este asunto cuando interpretaba el significado que tenía la muerte del estudiante antifranquista madrileño Enrique Ruano Casanova, el 17 de enero de 1969. El joven militante antifranquista no fue una víctima involuntaria de la represión ciega, en este caso de la policía franquista. Es por el contrario, nos dice Vinyes, “un sujeto que es dañado por responsabilidad propia, alguien cuyas decisiones proceden de una insurrección ética que considera necesaria para poder vivir con decencia y conforme a sus proyectos y esperanzas”. No plantearlo de esta forma, conduce a dejar de lado los aspectos volitivos, aquellos actos orientados a superar la resistencia a la que se enfrenta y tratar de alcanzar lo deseado. Una cuestión que no sólo afecta a los militantes procesados, si no que, por extensión, está conectada al conjunto del Antifranquismo y a las culturas militantes expresadas en todos sus componentes. De esta forma, el historiador situaría un acto en el campo de la conciencia, no en el de un orden jurídico que lo clasifica como “delincuente” o bien en el campo ideológico que tan solo le reserva un lugar entre las “víctimas”. Lo que se subraya con ello es el acto de adquirir una determinada actitud ética, decisión que comporta, a su vez, un punto de vista respecto de la naturaleza de las acciones humanas. El rechazo de una persona a las prácticas que hasta el momento le han permitido pensar y actuar implicaría, a su vez, una búsqueda individual o colectiva de otras prácticas distintas.
              Conocemos hoy con extremo detalle, por poner sólo algunos ejemplos, los acontecimientos que rodearon un determinado conflicto o de concretas protestas locales (sus impulsores y participantes, sus formas de organizarse). También somos conocedores, en gran medida, de los discursos ideológicos en el caso de la mayor parte de las fuerzas políticas y sindicales (los cambios tácticos y estratégicos, su evolución). De la misma manera, sabemos sobre los resultados de determinados episodios de la represión franquista (en barrios u otros espacios de la ciudad, en determinadas fábricas…). Nuestro conocimiento, sin embargo, es todavía limitado en cuanto a las personas que tomaron parte en ellas, algunos militantes, otros simpatizantes y, finalmente, aquellos otros que de manera puntual participaron en ellas. Hasta cierto punto tenemos todavía una visión excesivamente epidémica, exterior, sobre la conflictividad manifestada durante aquellos años finales del Franquismo. Tal vez sea necesario incorporar una mayor profundidad y dimensión a la vida de aquellos que la protagonizaron (quiénes eran, cual era su itinerario vital, cómo llegaron a la militancia política, etc.). Por otro lado, no es el número de sus miembros el dato fundamental aquí, lo relevante es la propia decisión de tomar parte en cada una de aquellas acciones. A principios de los pasados años noventa, a esa decisión Claudio Pavone la denominó “la moralidad de la resistencia” refiriéndose al caso italiano y para el término “resistencia” en sentido fuerte. No se trata de la “ejemplaridad moral” construida y transmitida por las organizaciones antifranquistas, que es otro aspecto relacionado y necesario de abordar. Se trata de preguntarse sobre las circunstancias de sus experiencias, de sus convicciones y expectativas. Para el estudio de un fenómeno como este, resulta imprescindible explorar la relación que se estableció entre política y moral en el caso de los que formaron parte de la militancia antifranquista en el interior del país. La mayoría de los ciudadanos que la conformaron no tenían la capacidad de producir por sí solos los acontecimientos que suelen pasar a la historia como relevantes (un gran gobernante o una figura destaca de la intelectualidad), es decir, que fue “su actitud ante el contexto histórico, no su protagonismo en ese contexto, lo que les hace relevantes para comprender, entre otras cosas, los procesos de democratización que en España tuvieron su hito contemporáneo más importante en la instauración del Estado de Derecho”. Hoy todavía parece necesario avanzar en el estudio de los elementos que compondrían esa “moralidad” de la ‘resistencia ordinaria’”. Pero también cabría plantearse el abordar cómo la “militancia”, tal como hasta entonces estuvo concebida, entró en crisis ante los cambios históricos que se vivieron a partir de finales de los años setenta. ¿Qué nuevos mapas mentales, actitudes y formas de actuar tuvieron que ser adoptados en una sociedad cambiante? Y también ¿Qué legado ha quedado de todo ello?
             
3. Sindicalismo democrático

En 1969, el ingeniero y militante antifranquista Alfonso Carlos Comín postulaba en su libro “Por una  nueva estrategia sindical”, que sin presión sindical difícilmente se produciría progreso económico y social. Por eso insistía en que en España, en un año de dura represión, el principal reto para la actuación del sindicalismo opositor era diseñar y llevar a cabo la acción sindical, para lo cual era necesario replegarse a los “cuarteles de invierno” de la empresa. Un valor similar al sindicalismo, aunque expresado en otras palabras, aparecía en un artículo publicado en la revista Mundo -de extraordinaria difusión durante los años de la transición política española- como resultado de la entrevista al dirigente obrero Cipriano García Sánchez. En ella, Cipriano García afirmaba rotundamente que el conflicto social no sólo era el motor de la historia y de la democracia, sino también de la regeneración de la economía. Una afirmación que está en sintonía con aquella otra idea según la cual: “Cuando los trabajadores hacen huelga, lo hacen para trabajar en mejores condiciones”. Sea o no apócrifa, y sobre esto hay diferentes opiniones, la frase cuya autoría se ha aceptado que es de Francesc Layret        -laboralista relacionado con el anarcosindicalismo y político republicano y catalanista del primer tercio de siglo XX- me parece que sintetiza en buena medida el significado del papel del sindicalismo democrático español.
Con los tiempos que hoy corren, y sabiendo que Cipriano García nunca leyó a este autor, vale la pena traer a colación alguna de las ideas de Albert O. Hirschman, durante años dedicado a la investigación sobre el desarrollo económico. Concretamente quiero mencionar su visión sobre la “cooperación” y el  “conflicto”. Este economista alemán ve en ellas dos formas que no se oponen, sino que coexisten, y que en función del problema a resolver son más imaginativas y fértiles en unos casos que en otros. No existe razón por excluir una de las dos opciones de cara a plantearse soluciones para el desarrollo económico. Está claro que esta posición solamente se puede defender desde una reflexión intelectual ajena a las extrañas creencias en un supuesto “libre mercado” prístino y virginal, un “dejar hacer, dejar pasar”, tan artificial como puede serlo un experimento. Un experimento cuyo fracaso, según el economista Karl Polanyi, ocurrirá con el auge del fascismo y la Segunda Guerra Mundial; catástrofes de un siglo como el pasado que convencieron a las sociedades europeas que el futuro tenía que ser otro. Se puede y se debe, no obstante, discutir la teoría económica neoclásica según la cual las cosas se mueven por la oferta y la demanda, que sólo se percibe lo que Hirschman denomina la “salida”; por decirlo de alguna manera: “lo quieres o no lo quieres comprar”. El propio autor plantea que junto con la “salida”, existen la “lealtad” y la “voz” para describir otro tipo de comportamientos, de opciones alternativas a la ley de oferta y la demanda. La “lealtad” es la identificación. La “voz”, la variable política. Pues bien, el uso de la “voz” en determinados momentos por parte del sindicalismo democrático –y, desde luego, nadie con un mínimo conocimiento puedo negar su papel de organizador del conflicto social- fue una pieza fundamental no sólo para la inicial creación del sistema político democrático, sino para la posterior consolidación de la Democracia en España. El conflicto social puede desestabilizar a un régimen autoritario, pero no a un sistema democrático. El ejemplo más claro es la experiencia posterior a 1945, cuando se produjo el denominado “pacto social de posguerra”, que permitió la creación del Estado social o, si se quiere, el “Estado del Bienestar” y unos sistemas políticos identificados con el estado democrático y de derecho. Así pues, el conflicto social no se opone a la “estabilidad democrática”, sino que ayuda a profundizar en la democracia.
              Reconocido por la Constitución de 1978, en España el sindicalismo democrático ha jugado un papel en lo social, como los partidos lo han hecho el terreno de la política institucional. En el mundo del trabajo, que ha vivido transformaciones de época desde los años setenta. A lo largo de los últimos decenios, el sindicalismo español como “legislador implícito” -tal como lo ha calificado reiteradamente el experto y veterano dirigente sindical José Luis López Bulla- ha contribuido a generar derechos sociales de ciudadanía; ha permitido la acumulación de “bienes democráticos” -como los denomina el jurista Gerardo Pisarello- tangibles: reducción de horarios, derechos de información, control formal o informal de la Seguridad Social, redistribución riqueza, política salarial, salario real, etc. El sindicalismo ha sido, por tanto, garantía para la democracia. Lo ha sido, además, a través de la representación por una doble vía, la de la afiliación –tanta veces criticada, pero nunca comparada con otras organizaciones sociales- y la de la elección de representantes de los Comités de Empresa, sobre la que suele pasarse de puntillas, cuando no ocultar, por aquellos mismos que critican la baja densidad afiliativa del sindicalismo español. Mientras, tal como se planteaba en los carteles de CC.OO. en las elecciones sindicales de 1978, todavía hoy conviene insistir en la idea de que “La democracia entre en las empresas”. Y para ello es necesario poner en primer plano algo que hace más de medio siglo planteó de manera incipiente K.W. Kapp en su obra “Los costes sociales de la empresa” (1950) –a la que tantas veces apeló el propio Alfonso Carlos Comín en sus escritos sobre el “desarrollismo” español- y que ha constituido, entre otras cuestiones, un tema desarrollado por los planteamientos medio-ambientalistas modernos. En este mismo sentido, es necesario insistir en las consecuencias invisibles del trabajo, más allá de la vida en la empresa, es decir, los efectos en los trabajadores/ras de las enfermedades sociolaborales. Cuando se trata de la “externalización” hacia el “Estado del Bienestar” de sus costes, entonces no hay cuestionamiento del papel del Estado por parte de aquellos que lo exigen “mínimo” o lo prefieren jibarizar.
El economista Karl Polanyi, uno de los grandes pensadores del período de entreguerras, interpretó el “Estado de Bienestar” precisamente como una respuesta al deseo de reducir y compensar los costes sociales de la expansión del mercado. En el centro de su obra está la tesis de que los mercados determinan costes sociales insostenibles. Por esta razón, este autor -que muere cuando el moderno Estado de bienestar se encontraba en su fase inicial- vio los fascismos de los años veinte y treinta como una respuesta a las demandas sociales de control de los mercados. Se puede decir que, en su análisis, el Estado de bienestar es una alternativa a las dictaduras fascistas del periodo de entreguerras, porque los fascismos son vistos como una forma de respuesta al deseo de compensar los costes sociales del mercado. Y como ha sostenido el economista Antonio Calafati –en este mismo blog, “Sobre relectura de Kart Polanyi”- se puede afirmar que en su análisis Polanyi no se limita a una dicotomía entre “Estado” y “mercado”, sino que desde su punto de vista no es el Estado, es la “sociedad” –esa que Margaret Thatcher negó siempre- la que se contrapone al “mercado”. La idea central de Polanyi es que el proceso económico está incrustado en el sistema social, que la economía es un producto de las relaciones sociales. Esta es una idea que ha sido dominante en las políticas públicas hasta que se ha introducido un nuevo “folklore del capitalismo”. Es decir, hasta que se ha introducido la elaboración de nuevo pensamiento sobre la economía y la sociedad sobre el que, en un momento histórico distinto, alertó Thurman Arnold, economista estadounidense y asesor del presidente Roosvelt durante la gran depresión. En definitiva, en el proceso histórico de la “gran desigualdad social”   -porque de eso se trata- puesto en marcha desde hace más de tres décadas, las explicaciones no están en la economía, hay detrás de ello decisiones políticas. Y éstas han adoptado la forma de “revoluciones conservadoras”, entre cuyos objetivos fundamentales ha estado y está la completa desregulación de las relaciones laborales, la “desestructuración” de la clase trabajadora, iniciada a partir de finales de  los años setenta, como ha señalado el sociólogo alemán Ulrico Beck. En definitiva, la pérdida de derechos sociales y políticos. Una cuestión que para su examen requiere el reflexionar sobre el valor social del trabajo y el trabajo como valor social.
              Después de este rápido repaso, quisiera plantear, más como simple intuición que como hipótesis de trabajo, que es probable que en el caso español se llegara “demasiado tarde”, en comparación con otros países de su entorno, al modelo que caracterizó “los años dorados” del capitalismo occidental. Aquellos años durante los cuales se estableció un “pacto social” (de distribución más equitativa de la riqueza) y un “pacto político” (de reconocimiento de la propiedad privada y legitimación de las instituciones democráticas). De la misma forma, uno podría también plantearse que en el caso de nuestro país, a diferencia de otros, se llegara “demasiado pronto” a los efectos de lo que el economista Paul Krugman ha denominado “la gran divergencia”. Un proceso iniciado a partir de los años setenta, cuando se rompió la tendencia abierta desde 1945 de una redistribución social más equitativa y tiene lugar un cambio de signo, invirtiéndose la relación capital y trabajo a favor del primero, de manera que se generan mayores desigualdades en la redistribución de la renta, haciendo que los más ricos lo sean más a costa de la clase trabajadora y las clases medias.
El sociólogo Ralf Dahrendorf, desaparecido ya hace unos años, fue uno de los autores principales de la teoría contemporánea del conflicto social y exponente de la visión del “capitalismo organizado”. Pues bien, Dahrendorf –por cierto, nada sospechoso de ser un radical “antisistema”- señaló que mientras el conflicto tradicional se había producido por la obtención de derechos, en la actualidad, y desde hace años, el conflicto moderno se origina por el ejercicio de esos derechos. Por ejemplo, en el caso de la igualdad hombre-mujer, el derecho se ha conseguido, pero el ejercicio de ese derecho todavía no. Lo mismo podría plantearse no sólo para el derecho al trabajo, como lo evidencia los más de cinco millones de parados en nuestro país, sino para el derecho de representación de la clase trabajadora. Un derecho, que ha estado de manera habitual permanentemente cuestionado, y que hoy está seriamente amenazado. La representación sindical, la  concertación social son obstáculos para la “nueva-vieja” economía política que está dispuesta a derribarlos. Los sindicatos pueden ser uno de los últimos baluartes frente al dogma neoliberal rampante, que de momento está saliendo victorioso de la crisis a la que él mismo nos ha conducido. No obstante, si algo se debe haber aprendido por la experiencia histórica, especialmente la de estos últimos cincuenta años, es que no solamente no hemos entrado en el “final de la historia”, sino que la historia nunca está escrita de antemano. Los historiadores, ex post factum, planteamos nuestras retro-predicciones. Pero son las personas de carne y hueso las que hacen su propia historia, aunque no en las condiciones escogidas por ellas mismos, sino con “las cartas que se les reparten”.