Ciclos de protesta,
militancia y sindicalismo democrático: Comisiones Obreras, de la Dictadura a la Democracia.
Javier Tébar Hurtado,
Director del Arxiu Històric
de CCOO de Catalunya
(Fundació Cipriano García)
El historiador asturiano
Ramón García Piñeiro, hace ya unos años, hacia el 2000, alertaba sobre la
crisis de la “historia social obrera” en su artículo “El obrero no tiene quien
le escriba”. Su diagnóstico en muchos sentidos era certero cuando establecía una
relación entre la progresiva pérdida de protagonismo, tanto desde un punto de
vista académico como de público en general, de la historiografía sobre el
movimiento obrero y la crisis del mundo del trabajo que se arrastraba desde la
década de los años ochenta del pasado siglo XX. No obstante, teniendo en cuenta
el volumen de trabajos que citaba el propio autor, y a la vista de la posterior
producción sobre el tema -que si no ha sido extraordinariamente numerosa, sí
que es ciertamente consistente-, podría llegarse a una conclusión distinta de
aquella propuesta por García Piñeiro. Me parece que no es un problema de
“escribientes”, sino más bien de “lectores”, la mayor parte de las ocasiones de
“lectores especializados”. Estoy tentado de pensar que, en realidad, “Quien
escribe sobre el obrero no tiene quien le lea”. Con ello, no niego la pérdida
de centralidad en la historiografía, aunque no sólo en la española, de las
cuestiones relacionadas con el trabajo, los trabajadores y sus organizaciones a
lo largo de los últimos treinta años.
Esta cuestión, como es
obvio, ha afectado a las investigaciones sobre el mundo obrero bajo la
dictadura del general Franco. Pero esta evolución no sólo tiene relación con
los grandes cambios históricos producidos en términos de sociedad desde los
años ochenta –sucintamente: el paso del “fordismo” al “posfordismo”-, sino que
también lo tienen con las propias transformaciones en la manera de concebir y
de escribir la historia –simplificando: la tensión y la disputa entre la “historia
social” y la “historia cultural”- que se ha producido a lo largo de los tres
últimos decenios. Este es un tema que aquí no puedo abordar, pero que
debe tenerse muy en cuenta, puesto que está en el trasfondo de muchas de las
investigaciones que se presentan en este Congreso Internacional
“Sindicalismo en España: del Franquismo a la estabilidad democrática
(1970-1994)”, como en tantos otros congresos y jornadas.
Mi ponencia, con el título
“Ciclos de protesta, militancia y sindicalismo democrático: Comisiones Obreras,
de la Dictadura
a la Democracia ”,
tiene por objeto presentar algunas líneas interpretativas sobre la trayectoria
histórica de las Comisiones. No obstante, de manera previa, quisiera introducir
dos consideraciones, una de tipo teórico y otra como hipótesis de partida.
En primer lugar, la
consideración teórica. Tal como planteó Antonio Gramsci para el estudio de la
historia de un partido político, podría considerarse que escribir la historia
de un movimiento, de un sindicato o de un partido significa escribir, desde un
punto de vista monográfico, la historia de la sociedad de la que ese
movimiento, sindicato o partido es un componente. En este sentido, puede
decirse que la historia de las Comisiones Obreras sólo es inteligible si se
analiza su relación con la clase obrera en su conjunto, no sólo con sus
militantes y simpatizantes, sino también con otras clases y grupos sociales. En
definitiva, se trataría de saber inscribir su historia dentro del contexto
político nacional del que forma parte, y en el que existen diferentes fuerzas
en presencia, entre ellas, y de manera destacada, el Estado franquista. El
conflicto, como evidencian numerosos trabajos, entre movimiento obrero y Estado
franquista ha sido ciertamente explorado y abordado desde hace tiempo. Entre
otras razones porque no podemos contentarnos con describir simplemente la
trayectoria política interna de lo que fueron las Comisiones o de lo que fueron
otros movimientos y organizaciones políticas antifranquistas. La crónica exacta
del número de afiliados o participantes, la forma de organización, las
declaraciones programáticas, los líderes, etc. como unidad de análisis –si bien
debe en muchos sentidos completarse-, responde a una visión del vértice del
movimiento, a una visión exclusivamente “institucional”. Esta mirada, como se
viene insistiendo por parte de los especialistas desde hace décadas, tiene que
combinarse con una aproximación que permita poner en relación aquella parte
organizada del movimiento obrero con la base social que fue capaz de movilizar.
Desde un punto de vista metodológico, sería conveniente, por tanto, plantearse
el análisis de la cuestión de “arriba a abajo” y “abajo a arriba”.
Añado yo que también sería
por completo recomendable hacerlo sin apriorismos previos. Cuando digo
apriorismos previos, me refiero al arraigado hábito entre los historiadores
dedicados a estas cuestiones de presentar el conflicto social como un relato
épico, como un momento extraordinario de lucha, independientemente de sus
resultados, del que son exclusivos protagonistas los trabajadores y sus
organizaciones. Esto es algo que, en mi opinión, ha propiciado muy poca
atención al conflicto social como relato de lo cotidiano, de la “crónica” sobre
aquello conseguido en lo concreto, a través de la negociación colectiva, de los
convenios, de la relación con la contraparte, con el empresariado. En
definitiva, más que del conflicto de parte, se trataría de plantearse una
historia de las relaciones laborales, tal y como ha señalado reiteradamente el
historiador Carlos Arenas. Es cierto que, desde la década de los noventa en
adelante, los trabajos de José Babiano para Madrid, José Gómez Alén para
Galicia, Rubén Vega para Asturias y José Antonio Pérez para el País Vasco
supusieron, muy en particular, una renovación de gran importancia en este
sentido. No obstante, todavía hoy el relato sobre el movimiento obrero durante
el tardo-franquismo y los años de la “transición” política a la democracia
adolece de ser un relato sin el adversario directo de los trabajadores, más
allá del propio Estado franquista, y por consiguiente es un relato a medias. A
nadie se le ocurriría, por poner un ejemplo, contarnos la historia del F.C.
Barcelona sin tener en cuenta la del Real Madrid; a nadie se le pasaría por la
cabeza, hacer la historia de Escisión el Africano sin tener en cuenta la de
Aníbal Barca… Aunque las presentemos a menudo como las plutarquianas “vidas
paralelas” –de parejas opuestas o bien de figuras en
solitario-, trabajadores y empresarios, más bien, viven “vidas simultáneas”;
sus trayectorias ocurren al mismo tiempo, se interpelan, se relacionan y
condicionan mutuamente. Sin embargo, todavía hoy continúan prevaleciendo
algunos análisis sobre las cuestiones político-ideológicas que pudieron marcar
la evolución del nuevo movimiento obrero, al tiempo que se orilla una cuestión
tan fundamental como fue el fenómeno de la “representación obrera”, de su
forma, una cuestión que estuvo ligada indisolublemente a las reivindicaciones
que consiguieron movilizar a los trabajadores de diferentes sectores de la
producción, más allá de su identificación o no con determinadas ideologías o
movimientos políticos.
En segundo lugar, presento
algunas de las hipótesis interpretativas sobre la historia de la evolución del
sindicalismo democrático en España entre el tardo-franquismo y finales de la
década de los años ochenta. Ya que se ha hablado en otra ponencia presentada en
este Congreso de la actual “crisis del sindicalismo” en el siglo XXI, partamos
inicialmente de aquella otra “crisis” que atravesó el sindicalismo confederal
durante los años ochenta, y sobre la que también se escribieron ríos de tinta.
Pocos meses después del 14-D de 1988, el “paro general” -como lo denominaron
los principales sindicatos que lo convocaron: CC.OO. y UGT- que pasó a
constituir la “huelga general ciudadana” de mayor éxito en la historia de la
democracia española, el historiador británico Sebastian Balfour apuntaba
algunas cuestiones que me interesa traer a colación. Al preguntarse sobre una
paradoja que siempre ha caracterizado al sindicalismo democrático español de la
segunda mitad del siglo XX, a saber, la contradicción aparente entre el alto
nivel de movilización del movimiento obrero durante la Dictadura (y en cierta
medida después) y el bajo nivel de afiliación en el “posfranquismo”, Balfour
mencionaba dos posibles interpretaciones de este fenómeno. La primera sería
aquella que ofrecía una explicación a partir de la crisis económica que se
desató en la segunda mitad de los años setenta; y, sin duda, hay razones para
valorarla adecuadamente, por cuanto aquella recesión condicionó fuertemente el
desarrollo del nuevo sindicalismo democrático. Un segundo tipo de
interpretación, centrado ya durante la posterior etapa de “transición política”
a la democracia, subrayaría los compromisos aparentemente necesarios para
conseguir un consenso político (entiéndase, Pactos de la Moncloa , 1977), que,
finalmente, no favorecían el avance del nuevo sindicalismo, por cuanto le
hicieron perder protagonismo y ganar en subordinación respecto de los partidos
políticos. Ambas hipótesis situaban las causas de explicación entre los años
finales de la Dictadura
y en el inicio de la
Democracia en España. Sin embargo, Sebastian Balfour
subrayaba la necesidad de ofrecer explicaciones a partir del examen del propio
sindicalismo durante la época de la Dictadura. De no hacerlo, pudiera parecer que era
“lógico” y “natural” que bajo un régimen de las características del Franquismo
existiera un “sindicalismo obrero democrático”, como si se tratara de algo
dado. Sin menoscabar la importancia de las anteriores hipótesis (crisis
económica y “consenso” político), lo que se proponía era, en definitiva, un
examen de la herencia de la
Dictadura en el nuevo movimiento sindical, centrándose en
particular en la experiencia de los trabajadores y en la estrategia y las
prácticas de la oposición obrera organizada. De hecho, con este planteamiento
introducía la dimensión histórica de la transición política. Algo que le
permitía señalar que “la característica más marcada de la historia del
movimiento obrero en España desde 1939 había sido la “discontinuidad”. Después
de la Guerra Civil ,
se desmantelaron los viejos sindicatos y partidos obreros. Luego, los cambios
socio-económicos después del año 1959 transformaron la estructura e identidad
de la clase obrera. Y finalmente, la crisis económica de la segunda mitad de
los setenta llevó a una profunda reestructuración que había disuelto a muchos
de los colectivos que se habían organizado durante el boom económico (…).
No es sorprendente que las formas de organización colectiva que se
desarrollaron en la segunda mitad de la dictadura no hayan perdurado”. Así
las cosas, el nuevo movimiento sindical español inició su construcción en un
contexto nada favorable, en medio de la mayor crisis económica internacional
desde los años treinta, con sus intereses subordinados al compromiso político y
con una herencia altamente negativa del Franquismo. Visto así, y teniendo en
cuenta todas estas circunstancias, Balfour concluía señalando que quizás fuera
erróneo hablar de “crisis del sindicalismo”. Por el contrario, lo realmente
sorprendente era la capacidad que había mostrado el movimiento sindical español
para emprender la tarea de reconstruir un nuevo sindicalismo en unas
condiciones sumamente desfavorables. De manera que la contradicción aparente
entre un alto nivel de movilización del movimiento obrero durante la Dictadura y la
transición política española y el bajo nivel de afiliación sindical (entre el
10 y 15%), tal vez no constituyera una paradoja si se tenía en cuenta el
recorrido histórico del sindicalismo democrático.
También quiero hacer
referencia a una cuestión habitualmente dejada de lado por los especialistas,
aunque se ha ido incorporando a lo largo de los años. Me refiero a la “ecología
obrera” de la que habló por primera vez el propio Sebastian Balfour. En efecto,
la ciudad y la fábrica son dos potentes iconos del siglo XX que constituyen potentes
elementos de identificación, de identidad colectiva de la clase trabajadora. El
mismo Balfour introdujo con su estudio pionero la cuestión de la “ecología
obrera”, es decir, de la forma en que la ciudad conformó los estilos del
movimiento obrero, hasta el punto de diferenciar entre “varios movimientos
obreros” más que de un solo “movimiento obrero unificado” bajo la Dictadura. El
carácter de la protesta local sería, pues, determinante en la evolución de la
disensión obrera en España. Ofreciendo sus ventajas, que pasaban
fundamentalmente por su nivel de arraigo social, y también sus desventajas,
como lo fueron la debilidad, cuando no la falta de coordinación más allá del
estricto ámbito local. Sin duda, la ciudad y la fábrica moldearon al “nuevo
movimiento obrero”, aunque cabría también explorar hasta qué punto, una y otra,
fueron así mismo modelados ambas por el carácter y la naturaleza de aquel
movimiento obrero. Cuestión que se ha plantado por parte de los historiadores
en menor medida. Esto ha sido así, entre otras razones, por la falta de
estudios de fábrica, análisis monográficos que en otros países, como Italia y
Francia, han constituido una fructífera línea de investigación.
Por último, debo advertir
que mi intervención no se plantea como un relato factual y cronológico, aunque
alguna parte de ella si que se ajuste a este planteamiento. Me he propuesto,
por el contrario, ordenar esta intervención a tres cuestiones o problemas, tal
como indica el título de la ponencia, en torno a los que reflexionar.
1. Ciclo de protesta
En España desde finales de
los años cincuenta, y de manera especial durante la década siguiente, cuando se
produciría lo que se dio en llamar “el milagro económico español”, es decir, el
“Desarrollismo”, tuvieron lugar cambios económicos y las transformaciones
sociales de extraordinaria importancia para el futuro del país. Por conocidos,
no voy a entrar en su enumeración. Sí que me interesa, sin embargo, subrayar
que sobre aquel telón de fondo, se iba a producir un ciclo de protesta,
relacionado con esos cambios y transformaciones, entre otras cosas, que
marcaría los años finales de la
Dictadura.
La protesta popular, que
expresa las características de un ciclo, según la definición de Sidney Tarrow,
constituye una fase caracterizada por el conflicto intenso y la beligerancia a
todo lo largo del sistema social. Incluye una propagación rápida de la acción
colectiva de sectores más movilizados a menos; aceleración en la innovación de
formas de beligerancia; marcos de acción colectiva nuevos o transformados; una
combinación de participación organizada y desorganizada; secuencias de
interacción intensivas entre desafiadores y autoridades, las cuales pueden
desembocar en reforma, represión y, a veces, en revolución.
Como es comúnmente aceptado por los historiadores dedicados a estos temas, el
surgimiento de las Comisiones Obreras se inscribió dentro de un ciclo de
protesta iniciado hacia 1962, con un notable y constante aumento del conflicto
laboral, expresado a menudo como conflicto político en el marco de un régimen
autoritario como el franquista, que tuvo su punto álgido en el año 1976.
Momento en el cual se superpusieron los efectos de la crisis económica mundial
(Crisis del Petróleo de 1973) con los de la crisis política que representó el
tránsito de una dictadura a un régimen democrático en España. Es este arco
temporal cuando se produjo la aparición, extensión y finalmente consolidación,
no sin dificultades, de las Comisiones Obreras. Este fue un movimiento obrero
nuevo, que protagonizó las principales luchas laborales, pero también
políticas, obteniendo arraigo popular y presencia organizada en los centros de
trabajo del conjunto de la geografía española; particularmente, aunque no de
manera exclusiva, entre los mineros, en las medianas y grandes empresas del
sector del metal y entre los trabajadores de la construcción.
Las
Comisiones Obreras fueron el desafío obrero a la Dictadura. Los
orígenes de su aparición en diferentes lugares, la proyección de su alcance más
allá del ámbito local, así como el carácter flexible de la forma de protesta
impulsada por el movimiento de las Comisiones Obreras, constituyeron una
novedad en el desafío político al Régimen dictatorial. Que esto fuera así,
dependió tanto del tipo de reivindicaciones que defendieron, a partir de la
combinación de peticiones laborales concretas y explícitas demandas políticas,
como de las propias características del repertorio de la acción colectiva que
adoptarían de forma temprana. Actuaron tanto en el ámbito legal, a través de
una forma de protesta “elíptica” que le permitía protegerse de la represión;
como en el terreno de la ilegalidad, organizando su coordinación de manera
clandestina, amenazada por la represión. La persecución de las actividades
identificadas con un movimiento social como el de las Comisiones, surgidas y
consolidadas desde principios de los años sesenta en diferentes regiones
españolas, terminó constituyendo para las autoridades de la Dictadura uno de sus
principales objetivos para mantener lo que conceptuaban como “orden público”.
No en vano, a lo largo de aquella etapa de su recorrido histórico, las
Comisiones Obreras tuvieron un destacado protagonismo en la ampliación y
fortalecimiento de la resistencia opositora a la que tuvo que enfrentarse la Dictadura durante los
últimos lustros de su existencia. Una cuestión relevante es que las Comisiones
constituyeron lo que durante el Franquismo sería la primera instancia unitaria
de las organizaciones obreras. Posibilitaron, de hecho, la confluencia de la
militancia del conjunto de los grupos y organizaciones sindicales, sin
exclusión de los comunistas. Esto permitió que se produjera, por primera vez y
de manera explícitamente reconocida por ambas partes, un cambio histórico: la
colaboración entre comunistas y católicos en el seno del movimiento obrero.
En diciembre de 1965 la
modificación del artículo 222 del código penal legalizaría, aunque a partir de
un redactado ambiguo, las denominadas “huelgas económicas” -una distinción
iniciada con un decreto aprobado en septiembre de 1962, después de las huelgas
de la primavera de aquel año-, si bien las huelgas “políticas” continuaban
siendo tipificadas como sediciosas y el gobierno decidía a través de los
tribunales cuándo una huelga era “política” o “económica”. Asimismo, la
aprobación de la Ley
de Prensa e Imprenta de 18 de marzo de 1966 con el que desaparecía la censura
previa -siendo ministro Manuel Fraga Iribarne de Información y Turismo-, aunque
no cambió en lo fundamental el clima cultural del país, representó una tímida
apertura, facilitando que pudiera informarse sobre las huelgas de forma más
abierta y con menos eufemismos. Por otro lado, los años que van de 1963 a 1968 pueden evaluarse
como la etapa del régimen franquista durante la cual las conductas políticas
expresadas por los españoles, las consideradas menos graves, no estuvieron
sometidos de manera exclusiva al código de justicia militar. Cada una de estas
cuestiones, dibujaron un contexto de cambios en el que la se presento una
estructura de oportunidades políticas que bien pudieron ser aprovechadas y
alentaron al nuevo movimiento obrero de cara a su reactivación. A ello se
sumaría que las Comisiones se beneficiaron de manera principal de las propias
contradicciones del proyecto populista de José Solís, secretario general del
Movimiento y delegado nacional de Sindicatos, que perseguía la “revitalización”
de la
Organización Sindical Española (OSE). En realidad, el
proyecto de Solís pasaba por la introducción de unas mínimas reformas con las
que obtener legitimidad política de cara a los trabajadores, pero también
buscaba hacerse con un espacio de poder propio dentro del gobierno.
Es este contexto cuando, el 31 de marzo de 1966, fue presentado el manifiesto
de CC.OO. “Ante el futuro del sindicalismo”, que fue enviado a Solís y a otras
autoridades, con el propósito de pedir la legalización de un movimiento como el
las Comisiones. En sus iniciales declaraciones programáticas, las Comisiones se
autodefinieron como un “movimiento socio-político”. Como movimiento organizado
y unitario de los trabajadores, las Comisiones aspiraban a construir un
“sindicato obrero” en un horizonte próximo, de “unidad y libertad” sindicales.
El primer paso para lograrlo pasaba por conseguir el derrumbe del Sindicato
Vertical franquista, algo que, en definitiva, significaba cuestionar
frontalmente a la propia Dictadura. La relativa tolerancia gubernativa mostrada
con ellas durante unos primeros meses puede interpretarse como un juego de
ambivalencias por parte del sindicalismo oficial. La reiteración del slogan
“votar al mejor”, que formaba parte del proyecto sindical-populista de Solís,
sería un buen ejemplo de actitud inicial. No será, sin embargo, hasta la
convocatoria de las elecciones sindicales del verano de 1966 cuando el
movimiento de las Comisiones alcance un nuevo impulso en su consolidación. En
el caso de las de Barcelona, existió una cierta unanimidad entre los militantes
del PSUC y el FOC –cuya posición sobre este asunto desde 1961, a diferencia de los
comunistas, había sido titubeante- para el aprovechamiento de los cauces
legales que ofrecía la
Dictadura de cara a la obtención de cargos sindicales la OSE. El resultado de las
elecciones representó para las Comisiones a nivel español un importantísimo
paso en la obtención de enlaces y jurados que se identificaran con ellas, así
como, en mucho menor grado, representantes en la “línea de mando” político
(presidencias y vicepresidencias de las Secciones Sociales) del sindicato
franquista.
Al calor de unos resultados que se valoraron como extraordinariamente
positivos, el 9 de octubre de 1966 tuvo lugar una reunión en Madrid, a la que
acudieron representantes de la CGT
francesa, CGIL italiana, las Trade Unions y el secretario general de la Central General de
los Servicios Públicos de Bélgica, y en la que las delegaciones de Comisiones
de Madrid, Barcelona, Bilbao, Asturias, Burgos, Alicante, Alcoy y Sevilla
presentaron el movimiento ante estas organizaciones sindicales internacionales,
con el fin de obtener su reconocimiento y apoyo. Así mismo, se impulsó una
orientación desde el “nuevo movimiento obrero” que pasaba por priorizar la
lucha por las libertades políticas para garantizar las sindicales. Esta
posición estaba en sintonía con la estrategia “frentepopulista” del PCE y el
PSUC, de impulso de una amplia alianza política en torno al restablecimiento de
las libertades democráticas como forma de aislar y derrocar a Franco. El
Régimen, en cualquier caso, tuvo que enfrentarse a partir de entonces a la
existencia de un nuevo actor político que, empeñado en la organización del
disentimiento y la protesta obrera en la sociedad española, actuaba con dos
perfiles diferenciados. Esta misma caracterización, dificultaría de manera
notable a los aparatos policiales y judiciales franquistas encontrar una forma
adecuada para reprimir lo que a primera vista podría resultar un fenómeno
“heteróclito”.
Durante aquellos meses se
había estado produciendo una “armonía de contrarios”, en base a la que, por el
momento, ninguno de los dos actores: el Vertical y las Comisiones, ponían
abiertamente las cartas sobre la mesa. No obstante, el movimiento de las
Comisiones se estaba perfilando como un foco principal de la oposición política
antifranquista. Ante la amenaza que su activismo representaba, el Régimen trató
de desarticularlas a partir de una ofensiva jurídica para llevar a cabo medidas
represivas. El ciclo iniciado se tradujo en primer lugar en la decisión de
ilegalizarlas a través de una sentencia del Tribunal Supremo, de 16 de marzo de
1967, acusándolas de ser una “hijuela” del Partido Comunista de España. El
movimiento pasó de la “a-legalidad” al terreno de lo conceptualizado por el
Régimen como “subversión”. Al mismo tiempo, el gobierno decidió la suspensión
de la negociación colectiva el mes de noviembre de aquel mismo año, con la
intención de frenar la posibilidad de la protesta obrera. Y, finalmente, se
inició una oleada de represión policial y judicial que se cernió sobre los
militantes de Comisiones. Aquellos que fueron detenidos y encausados en
procesamientos judiciales, fueron de manera automática, desposeídos de sus
cargos sindicales y en muchas ocasiones despedidos de las empresas donde
trabajaban.
La misma naturaleza y
orientación que las definió propiciaría -y en parte se vería potenciado durante
los años sucesivos- que los activistas de Comisiones hicieran uso de las
“jornadas de lucha”, las acciones conocidas como “jornalismo”, para expresar
públicamente la protesta, dotándola de una fuerte carga simbólica y adquiriendo
presencia en el espacio público. Sin embargo, sus resultados en cuanto a su
seguimiento fueron irregulares, cuando no discretos, pero sobre todo
constituyeron también una fuente importante de costes políticos debido a la
relativa facilidad con que el movimiento fue blanco de la represión. Dentro de
las Comisiones se fue perfilando una tensión entre un tipo de “sindicalismo de
calle”, de acción política, frente a un “sindicalismo de negociación”,
arraigado en la empresa. El primero, de hecho, conectaría con las necesidades
políticas que el PCE-PSUC tenía en aquellos momentos y con su concepción
leninista del sindicalismo como “tradeunismo”. O dicho de otra forma, la
concepción de las reivindicaciones laborales como una cuestión de valor, pero
de un valor relativo, puestas las miras en su utilidad como medio para la
elevación desde las reivindicaciones de “carácter económico” a las de “carácter
político”, salto del todo necesario desde su óptica para una lucha que tenía
como fin prioritario derrocar el Franquismo. Esta tensión entre las tácticas
“legales” e “ilegales” atravesaría la experiencia de los militantes de las
Comisiones posteriormente, hasta llegar, una década después, al momento de la
transición política a la democracia.
Desde principios de los años
setenta, en la jurisprudencia de las Magistraturas del Trabajo se incorporó
progresivamente un criterio “gradualista” sobre la interpretación de la huelga
obrera, según el cual las sanciones de despido afectarían a aquellos que se
consideraban líderes de la protesta, mientras que la responsabilidad de los
trabajadores que participaban en el conflicto quedaba reducida, aplicándoseles
en algún caso sanciones de suspensión de empleo y sueldo temporal. No obstante,
el despido por falta muy grave por “inasistencia voluntaria, injustificada y
repetida al trabajo”, prevista en la normativa laboral, fijaba como criterio su
repetición en tres días consecutivos -tiempo que coincidía con la duración
máxima de las detenciones en las comisarías (72 horas)- y que, aplicado de
manera invariable, salvo excepciones, afectó de manera particular a aquellos
trabajadores y militantes obreros que eran retenidos en la Jefatura de Policía o en
los cuarteles de la
Guardia Civil. Las respuestas a la conflictividad social, que
se expresó de manera creciente durante aquellos años, propició, por ejemplo,
que en 1974 las empresas suspendieran de empleo y sueldo a veinticinco mil
trabajadores. Por lo tanto, el criterio sobre las huelgas como una cuestión de
orden público se mantuvo inalterable por parte de las autoridades. A ello se
sumó el endurecimiento oficial sobre la convocatoria de las elecciones
sindicales, suspendidas desde 1966, que se celebraron en 1971, siendo parciales
y muy restrictivas respecto a la representatividad obrera.
Con motivo de un nuevo
episodio de represión, se iba a producir un acontecimiento de importancia para
la evolución de las Comisiones. El 24 de junio de 1972, la mayoría de los
miembros de su Coordinadora General fueron detenidos durante la reunión que
celebraban en el convento de los Oblatos de Pozuelo de Alarcón (Madrid). Los
únicos que pudieron librarse de la detención policial fueron los miembros de la
delegación catalana: Cipriano García Sánchez, José Luis López Bulla y Armando
Varo González. El resto de dirigentes obreros (Marcelino Camacho, Nicolás
Sartorius, Miguel Ángel Zamora Antón, Pedro Santiesteban, Eduardo Saborido,
Francisco García Salve, Luis Fernández, Francisco Acosta, Juan Muñiz Zapico y
Fernando Soto Martín) pasaron a ser conocidos como los “diez de Carabanchel”,
la prisión en la que permanecieron encarcelados hasta su juicio ante el TOP. En
lo que se conoce como el “Proceso 1001”
(procedimiento 1001/72), fueron acusados de “asociación ilícita” en base a la
vinculación de Comisiones con el PCE. La fecha fijada para el juicio coincidió
con el atentado contra el presidente del Gobierno, Luis Carrero Blanco, el 20
de diciembre de 1973. Aquello provocaría que el juicio fuera pospuesto algunas
horas y también explicaría la dureza de las condenas fijadas por el tribunal,
cuya suma superaba más de 160 años de prisión. Aunque, a finales de 1974, el
Tribunal Supremo revisó las penas de los encartados en el “Proceso 1001” , rebajándolas hasta una
suma conjunta de diez años. El nuevo “descabezamiento” del movimiento de las
Comisiones, en esta ocasión en su nivel de coordinación más elevado, condujo a
que el nuevo grupo encargado de aquellas tareas estuviera liderado por el
veterano dirigente obrero Cipriano García Sánchez, un trabajador de la
construcción de origen manchego que había llegado a Cataluña en los años
cincuenta, que, siendo un destacado militante del PSUC en Terrassa, participó
en la creación de las Comisiones catalanas. Algo que, a su vez, llevó a que el
joven sindicalista de origen granadino José Luis López Bulla, militante
comunista que formaba parte del grupo que impulsó aquel movimiento en Mataró,
se hiciera cargo de la coordinación de la CONC. El cambio en el grupo dirigente,
coincidiendo con un crecimiento sostenido de la conflictividad social en el
conjunto del país, se mantendría entre junio de 1972 y diciembre de 1975.
Los miembros de las
Comisiones Obreras, la irradiación de sus actitudes y la capacidad de
vincularse y/o impulsar la protesta, representó un ejercicio práctico de
libertades y derechos prohibidos por el Régimen, contribuyendo y alentando un
largo proceso de “transformación” democrática de la sociedad española. Durante
esta etapa se encontraron formas que facilitarían una progresiva confluencia,
especialmente entre 1975 y 1976, entre las actitudes de una clase trabajadora
altamente movilizada y las formas de organización del movimiento obrero. De
esta forma, se prepararía el terreno para el logro de una institucionalización
de la democracia en España, finalizada la Dictadura en 1977, a través de una
intensa confrontación política. Los pactos a los que llegaron los contendientes
fueron su resultado final. Un resultado que no puede dar cuenta por completo de
aquel proceso, sino que cabría inscribirlo adecuadamente en ese mismo proceso.
De lo contrario, se contribuiría a fortalecer una falacia frecuente entre los
historiadores, según la cual el “final” explicaría el “principio”.
Durante estos años el mapa
sindical se redefinió por completo. Se produjo la fulgurante aparición de una
Unión General de Trabajadores cuya actividad fundamental hasta entonces había
pivotado en el exterior, fraguando unas relaciones internacionales de las que
se obtuvieron apoyos de extraordinaria importancia de cara a su capacidad
organizativa, apostó por la implantación del modelo sindical
socialdemócrata. El sindicato socialista se vio, además, reforzado con la
incorporación de sectores de la Unión Sindical Obrera, creada en 1960. La
reaparición de la
Confederación Nacional del Trabajo, con una enorme ampliación
de nuevos espacios libertarios, estuvo marcada fuertemente por el peso de un
pasado –con el mantenimiento tanto su tradicional división entre anarquismo y
anarcosindicalismo como su repugna a la acción sindical y la negociación-
que tuvo serias dificultades para sustituir su propio relato épico de las
luchas pasadas. Finalmente, el movimiento sociopolítico de las Comisiones
Obreras, que habían atesorado una experiencia y una fuerte presencia en los centros
de trabajo –desde los tradicionales bastiones del metal
y la construcción hasta la progresiva incorporación de los trabajadores del
sector servicios y de la Administración Pública-, no logró concretar la
propuesta de una sindicato unitario que tradicionalmente había defendido. Algo
que produjo la división de ciertos sectores y dio pie a la fuga presencia de un
sindicalismo minoritario, identificado con la “nueva izquierda” nacida a
finales de los años sesenta, como fueron la Confederación de
Sindicatos Unitarios de Trabajadores (1976) y Sindicato Unitario (1977). En
cambio, el tronco fundamental de lo que había venido siendo las Comisiones
llevarían a cabo una revisión de su rica experiencia durante la Dictadura. Y a partir
de la asamblea que tuvo lugar el 11 de julio de 1976 en Barcelona, se
optó por la construcción de un sindicalismo organizado, constituyéndose en una
nueva central sindical de clase. Así las cosas, durante un período corto de
tiempo, Comisiones Obreras tuvieron que transformar aquello que había sido un
movimiento en lo que se denominó un “sindicalismo de nuevo tipo” que combinara
la presencia organizada en las empresas con la participación de los
trabajadores a través de la asamblea, como una de sus señas de identidad. Esta
fue cuestión nada sencilla de llevar a cabo, si además se tiene en cuenta que
el contexto en el que se realizó estuvo caracterizado por una triple crisis. No
sólo eran años de crisis económica. También lo fueron de “crisis”, en el
sentido de alteración y cambio, de las formas políticas hasta
entonces empleadas. Y, por último, y conectado lo anterior, de crisis de las
propias relaciones entre política y sindicalismo.
2. Militancia
He querido introducir aquí
el fenómeno de la militancia porque me parece que es uno de los signos de
identidad de aquellas Comisiones Obreras nacidas bajo la Dictadura. Con
ello, no tengo la intención de menospreciar la importancia de los grupos
dirigentes de las diferentes organizaciones que tuvieron relación con el
movimiento de las Comisiones. No se entendería su historia sin plantearse la
relación entre unos y otros; la militancia que trabaja en el interior del país
y las direcciones de organizaciones políticas que tratan de orientar e
influenciar en la política del Antifranquismo. Sin embargo, por razones de
tiempo, sí que quería ofrecer algunas pinceladas sobre este asunto.
El objeto aquí son los
“círculos militantes”, formados por aquellos que Alessandro Pizzorno denomina “identificadores”,
en su estudio sobre la racionalidad de la acción colectiva, mediada por la
“expectativa”. Aquellos mismos que Charles Tilly distingue de los
“simpatizantes” o de los “colaboradores” puntuales movilizados. Algunos
indicios permiten observan qué forma adoptaría la relación entre la política y
la moral, la “moralidad” de la ‘resistencia ordinaria’ bajo el
tardo-franquismo, me refiero a aquella protagonizada diariamente por las bases
militantes de las organizaciones. La política se presenta como tendencialmente
totalizante, es decir, configurándose una forma de “militancia total”. El valor
dado a la política, incluso como “compromiso sanador” del orden político
imperante, influyó, por último, para que la esfera de lo público y lo privado
aparecieran no como espacios contiguos, sino unificados. Se podría decir que en
la dedicación a la militancia política se fundirían el “tiempo físico” y el
“tiempo social”, como espacios sin solución de continuidad. Ángel Rozas, el ya
desaparecido militante obrero, miembro del PSUC y de CC.OO. de Cataluña, nos
proporciona una precisa definición de ello: “Es
que, pues bien, normal, mi vida laboral era una continuación de mi vida
militante porque como era delegado de la empresa, era enlace en la empresa y
tal, pues era... yo allí a través de la legalidad vigente, con el Sindicato
Vertical, pues luchaba por conseguir reivindicaciones para mis compañeros de
trabajo, en ese caso concreto para la empresa, el problema de la vivienda,
había gente que vivía en barracas, en malas condiciones, conseguí, pues, a dos
de ellos que les dieran vivienda, pero... pero nada más”.
En la indagación sobre las
formas y el significado de la experiencia de la militancia política, en
particular de aquella que fue objeto de la represión franquista, que es la que
voy a analizar, parece necesario plantear una premisa inicial, básica. Esta nos
aconsejaría superar una mirada sobre los detenidos, los procesados y
finalmente, en algunos casos, lo presos antifranquistas que les confiera el
papel de víctimas inermes ante los aparatos de represión política. No hace
mucho, Ricard Vinyes ponía el dedo en la llaga sobre este asunto cuando
interpretaba el significado que tenía la muerte del estudiante antifranquista
madrileño Enrique Ruano Casanova, el 17 de enero de 1969. El joven militante
antifranquista no fue una víctima involuntaria de la represión ciega, en este
caso de la policía franquista. Es por el contrario, nos dice Vinyes, “un
sujeto que es dañado por responsabilidad propia, alguien cuyas decisiones
proceden de una insurrección ética que considera necesaria para poder vivir con
decencia y conforme a sus proyectos y esperanzas”. No plantearlo de esta
forma, conduce a dejar de lado los aspectos volitivos, aquellos actos
orientados a superar la resistencia a la que se enfrenta y tratar de alcanzar
lo deseado. Una cuestión que no sólo afecta a los militantes procesados, si no
que, por extensión, está conectada al conjunto del Antifranquismo y a las
culturas militantes expresadas en todos sus componentes. De esta forma, el
historiador situaría un acto en el campo de la conciencia, no en el de un orden
jurídico que lo clasifica como “delincuente” o bien en el campo ideológico que
tan solo le reserva un lugar entre las “víctimas”. Lo que se subraya con ello
es el acto de adquirir una determinada actitud ética, decisión que comporta, a
su vez, un punto de vista respecto de la naturaleza de las acciones humanas. El
rechazo de una persona a las prácticas que hasta el momento le han permitido
pensar y actuar implicaría, a su vez, una búsqueda individual o colectiva de
otras prácticas distintas.
Conocemos hoy con extremo detalle, por poner sólo algunos ejemplos, los
acontecimientos que rodearon un determinado conflicto o de concretas protestas locales
(sus impulsores y participantes, sus formas de organizarse). También somos
conocedores, en gran medida, de los discursos ideológicos en el caso de la
mayor parte de las fuerzas políticas y sindicales (los cambios tácticos y
estratégicos, su evolución). De la misma manera, sabemos sobre los resultados
de determinados episodios de la represión franquista (en barrios u otros
espacios de la ciudad, en determinadas fábricas…). Nuestro conocimiento, sin
embargo, es todavía limitado en cuanto a las personas que tomaron parte en
ellas, algunos militantes, otros simpatizantes y, finalmente, aquellos otros
que de manera puntual participaron en ellas. Hasta cierto punto tenemos todavía
una visión excesivamente epidémica, exterior, sobre la conflictividad manifestada
durante aquellos años finales del Franquismo. Tal vez sea necesario incorporar
una mayor profundidad y dimensión a la vida de aquellos que la protagonizaron
(quiénes eran, cual era su itinerario vital, cómo llegaron a la militancia
política, etc.). Por otro lado, no es el número de sus miembros el dato
fundamental aquí, lo relevante es la propia decisión de tomar parte en cada una
de aquellas acciones. A principios de los pasados años noventa, a esa decisión
Claudio Pavone la denominó “la moralidad de la resistencia” refiriéndose al
caso italiano y para el término “resistencia” en sentido fuerte. No se trata de
la “ejemplaridad moral” construida y transmitida por las organizaciones
antifranquistas, que es otro aspecto relacionado y necesario de abordar. Se
trata de preguntarse sobre las circunstancias de sus experiencias, de sus
convicciones y expectativas. Para el estudio de un fenómeno como este, resulta
imprescindible explorar la relación que se estableció entre política y moral en
el caso de los que formaron parte de la militancia antifranquista en el
interior del país. La mayoría de los ciudadanos que la conformaron no tenían la
capacidad de producir por sí solos los acontecimientos que suelen pasar a la
historia como relevantes (un gran gobernante o una figura destaca de la
intelectualidad), es decir, que fue “su actitud ante el contexto histórico,
no su protagonismo en ese contexto, lo que les hace relevantes para comprender,
entre otras cosas, los procesos de democratización que en España tuvieron su
hito contemporáneo más importante en la instauración del Estado de Derecho”.
Hoy todavía parece necesario avanzar en el estudio de los elementos que
compondrían esa “moralidad” de la ‘resistencia ordinaria’”. Pero también cabría
plantearse el abordar cómo la “militancia”, tal como hasta entonces estuvo
concebida, entró en crisis ante los cambios históricos que se vivieron a partir
de finales de los años setenta. ¿Qué nuevos mapas mentales, actitudes y formas
de actuar tuvieron que ser adoptados en una sociedad cambiante? Y también ¿Qué
legado ha quedado de todo ello?
3. Sindicalismo democrático
En 1969, el ingeniero y
militante antifranquista Alfonso Carlos Comín postulaba en su libro “Por
una nueva estrategia sindical”, que sin presión sindical difícilmente se
produciría progreso económico y social. Por eso insistía en que en España, en
un año de dura represión, el principal reto para la actuación del sindicalismo
opositor era diseñar y llevar a cabo la acción sindical, para lo cual era
necesario replegarse a los “cuarteles de invierno” de la empresa. Un valor
similar al sindicalismo, aunque expresado en otras palabras, aparecía en un
artículo publicado en la revista Mundo -de extraordinaria difusión durante los
años de la transición política española- como resultado de la entrevista al
dirigente obrero Cipriano García Sánchez. En ella, Cipriano García afirmaba
rotundamente que el conflicto social no sólo era el motor de la historia y de
la democracia, sino también de la regeneración de la economía. Una afirmación
que está en sintonía con aquella otra idea según la cual: “Cuando los
trabajadores hacen huelga, lo hacen para trabajar en mejores condiciones”.
Sea o no apócrifa, y sobre esto hay diferentes opiniones, la frase cuya
autoría se ha aceptado que es de Francesc
Layret -laboralista relacionado con
el anarcosindicalismo y político republicano y catalanista del primer tercio de
siglo XX- me parece que sintetiza en buena medida el significado del papel del
sindicalismo democrático español.
Con los tiempos que hoy
corren, y sabiendo que Cipriano García nunca leyó a este autor, vale la pena
traer a colación alguna de las ideas de Albert O. Hirschman, durante años
dedicado a la investigación sobre el desarrollo económico. Concretamente quiero
mencionar su visión sobre la “cooperación” y el “conflicto”. Este
economista alemán ve en ellas dos formas que no se oponen, sino que coexisten,
y que en función del problema a resolver son más imaginativas y fértiles en
unos casos que en otros. No existe razón por excluir una de las dos opciones de
cara a plantearse soluciones para el desarrollo económico. Está claro que esta
posición solamente se puede defender desde una reflexión intelectual ajena a
las extrañas creencias en un supuesto “libre mercado” prístino y virginal, un
“dejar hacer, dejar pasar”, tan artificial como puede serlo un experimento. Un
experimento cuyo fracaso, según el economista Karl Polanyi, ocurrirá con el
auge del fascismo y la
Segunda Guerra Mundial; catástrofes de un siglo como el
pasado que convencieron a las sociedades europeas que el futuro tenía que ser
otro. Se puede y se debe, no obstante, discutir la teoría económica neoclásica
según la cual las cosas se mueven por la oferta y la demanda, que sólo se
percibe lo que Hirschman denomina la “salida”; por decirlo de alguna manera:
“lo quieres o no lo quieres comprar”. El propio autor plantea que junto con la
“salida”, existen la “lealtad” y la “voz” para describir otro tipo de
comportamientos, de opciones alternativas a la ley de oferta y la demanda. La
“lealtad” es la identificación. La “voz”, la variable política. Pues bien, el
uso de la “voz” en determinados momentos por parte del sindicalismo democrático
–y, desde luego, nadie con un mínimo conocimiento puedo negar su papel de
organizador del conflicto social- fue una pieza fundamental no sólo para la
inicial creación del sistema político democrático, sino para la posterior
consolidación de la
Democracia en España. El conflicto social puede
desestabilizar a un régimen autoritario, pero no a un sistema democrático. El
ejemplo más claro es la experiencia posterior a 1945, cuando se produjo el
denominado “pacto social de posguerra”, que permitió la creación del Estado
social o, si se quiere, el “Estado del Bienestar” y unos sistemas políticos
identificados con el estado democrático y de derecho. Así pues, el conflicto
social no se opone a la “estabilidad democrática”, sino que ayuda a profundizar
en la democracia.
Reconocido por la
Constitución de 1978, en España el sindicalismo democrático
ha jugado un papel en lo social, como los partidos lo han hecho el terreno de
la política institucional. En el mundo del trabajo, que ha vivido
transformaciones de época desde los años setenta. A lo largo de los últimos decenios,
el sindicalismo español como “legislador implícito” -tal como lo ha calificado
reiteradamente el experto y veterano dirigente sindical José Luis López Bulla-
ha contribuido a generar derechos sociales de ciudadanía; ha permitido la
acumulación de “bienes democráticos” -como los denomina el jurista Gerardo
Pisarello- tangibles: reducción de horarios, derechos de información, control
formal o informal de la
Seguridad Social , redistribución riqueza, política salarial,
salario real, etc. El sindicalismo ha sido, por tanto, garantía para la
democracia. Lo ha sido, además, a través de la representación por una doble
vía, la de la afiliación –tanta veces criticada, pero nunca comparada con otras
organizaciones sociales- y la de la elección de representantes de los Comités
de Empresa, sobre la que suele pasarse de puntillas, cuando no ocultar, por
aquellos mismos que critican la baja densidad afiliativa del sindicalismo
español. Mientras, tal como se planteaba en los carteles de CC.OO. en las
elecciones sindicales de 1978, todavía hoy conviene insistir en la idea de que
“La democracia entre en las empresas”. Y para ello es necesario poner en primer
plano algo que hace más de medio siglo planteó de manera incipiente K.W. Kapp
en su obra “Los costes sociales de la empresa” (1950) –a la que tantas veces
apeló el propio Alfonso Carlos Comín en sus escritos sobre el “desarrollismo”
español- y que ha constituido, entre otras cuestiones, un tema desarrollado por
los planteamientos medio-ambientalistas modernos. En este mismo sentido, es
necesario insistir en las consecuencias invisibles del trabajo, más allá de la
vida en la empresa, es decir, los efectos en los trabajadores/ras de las
enfermedades sociolaborales. Cuando se trata de la “externalización” hacia el
“Estado del Bienestar” de sus costes, entonces no hay cuestionamiento del papel
del Estado por parte de aquellos que lo exigen “mínimo” o lo prefieren jibarizar.
El economista Karl Polanyi,
uno de los grandes pensadores del período de entreguerras, interpretó el
“Estado de Bienestar” precisamente como una respuesta al deseo de reducir y
compensar los costes sociales de la expansión del mercado. En el centro de su
obra está la tesis de que los mercados determinan costes sociales
insostenibles. Por esta razón, este autor -que muere cuando el moderno Estado
de bienestar se encontraba en su fase inicial- vio los fascismos de los años
veinte y treinta como una respuesta a las demandas sociales de control de los
mercados. Se puede decir que, en su análisis, el Estado de bienestar es una
alternativa a las dictaduras fascistas del periodo de entreguerras, porque los
fascismos son vistos como una forma de respuesta al deseo de compensar los
costes sociales del mercado. Y como ha sostenido el economista Antonio Calafati
–en este mismo blog, “Sobre relectura de Kart Polanyi”- se puede afirmar que en
su análisis Polanyi no se limita a una dicotomía entre “Estado” y “mercado”,
sino que desde su punto de vista no es el Estado, es la “sociedad” –esa que
Margaret Thatcher negó siempre- la que se contrapone al “mercado”. La idea
central de Polanyi es que el proceso económico está incrustado en el sistema
social, que la economía es un producto de las relaciones sociales. Esta es una
idea que ha sido dominante en las políticas públicas hasta que se ha
introducido un nuevo “folklore del capitalismo”. Es decir, hasta que se ha
introducido la elaboración de nuevo pensamiento sobre la economía y la sociedad
sobre el que, en un momento histórico distinto, alertó Thurman Arnold,
economista estadounidense y asesor del presidente Roosvelt durante la gran
depresión. En definitiva, en el proceso histórico de la “gran desigualdad
social” -porque de eso se trata- puesto en marcha desde hace más de tres
décadas, las explicaciones no están en la economía, hay detrás de ello
decisiones políticas. Y éstas han adoptado la forma de “revoluciones
conservadoras”, entre cuyos objetivos fundamentales ha estado y está la
completa desregulación de las relaciones laborales, la “desestructuración” de
la clase trabajadora, iniciada a partir de finales de los años setenta,
como ha señalado el sociólogo alemán Ulrico Beck. En definitiva, la pérdida de
derechos sociales y políticos. Una cuestión que para su examen requiere el
reflexionar sobre el valor social del trabajo y el trabajo como valor social.
Después de este rápido repaso, quisiera plantear, más como simple intuición que
como hipótesis de trabajo, que es probable que en el caso español se llegara
“demasiado tarde”, en comparación con otros países de su entorno, al modelo que
caracterizó “los años dorados” del capitalismo occidental. Aquellos años
durante los cuales se estableció un “pacto social” (de distribución más
equitativa de la riqueza) y un “pacto político” (de reconocimiento de la propiedad
privada y legitimación de las instituciones democráticas). De la misma forma,
uno podría también plantearse que en el caso de nuestro país, a diferencia de
otros, se llegara “demasiado pronto” a los efectos de lo que el economista Paul
Krugman ha denominado “la gran divergencia”. Un proceso iniciado a partir de
los años setenta, cuando se rompió la tendencia abierta desde 1945 de una
redistribución social más equitativa y tiene lugar un cambio de signo,
invirtiéndose la relación capital y trabajo a favor del primero, de manera que
se generan mayores desigualdades en la redistribución de la renta, haciendo que
los más ricos lo sean más a costa de la clase trabajadora y las clases medias.
El sociólogo Ralf
Dahrendorf, desaparecido ya hace unos años, fue uno de los autores principales
de la teoría contemporánea del conflicto social y exponente de la visión del
“capitalismo organizado”. Pues bien, Dahrendorf –por cierto, nada sospechoso de
ser un radical “antisistema”- señaló que mientras el conflicto tradicional se
había producido por la obtención de derechos, en la actualidad, y desde hace
años, el conflicto moderno se origina por el ejercicio de esos derechos. Por
ejemplo, en el caso de la igualdad hombre-mujer, el derecho se ha conseguido,
pero el ejercicio de ese derecho todavía no. Lo mismo podría plantearse no sólo
para el derecho al trabajo, como lo evidencia los más de cinco millones de
parados en nuestro país, sino para el derecho de representación de la clase
trabajadora. Un derecho, que ha estado de manera habitual permanentemente
cuestionado, y que hoy está seriamente amenazado. La representación sindical,
la concertación social son obstáculos para la “nueva-vieja” economía
política que está dispuesta a derribarlos. Los sindicatos pueden ser uno de los
últimos baluartes frente al dogma neoliberal rampante, que de momento está
saliendo victorioso de la crisis a la que él mismo nos ha conducido. No
obstante, si algo se debe haber aprendido por la experiencia histórica,
especialmente la de estos últimos cincuenta años, es que no solamente no hemos
entrado en el “final de la historia”, sino que la historia nunca está escrita
de antemano. Los historiadores, ex post factum, planteamos nuestras
retro-predicciones. Pero son las personas de carne y hueso las que hacen su
propia historia, aunque no en las condiciones escogidas por ellas mismos, sino
con “las cartas que se les reparten”.