26 December 2006

FLEXIBILIDAD Y GLOGALIZACION

MFB


1.- Y, de pronto, empezaron a ocurrir cosas.


Diría ROMAGNOLI que aquella pobreza laboriosa surgida de la trepidante, sucia y ruidosa industria fabril del siglo XIX alcanzó a lo largo de la pasada centuria una plena carta de ciudadanía, despojando a las clases dirigentes de parte de sus poderes decisorios y articulando mecanismos autónomos de contra-poder en el seno del propio Estado capitalista y alta dosis de protección social (también –a qué negarlo- por interés específico de aquéllas). Y todo ello en un período temporal relativamente muy corto –si uno no se deja llevar por visiones personales “tout court” y el elemento chronos se inserta en una perspectiva histórica-. Aunque no lo hubiese dicho uno de los maestros del iuslaboralismo moderno –que lo ha dicho- estas aseveraciones no dejarían de ser ciertas por si mismas.

Es difícil, por no decir imposible, hallar en la Historia un triunfo tan notable y contundente de la civilidad laica, de la razón. La conquista por la fuerza primero y la legalización y constitucionalización después, de derechos como la negociación colectiva, el de huelga, la libertad sindical, la Seguridad Social, el descanso diario y semanal, la jornada de ocho horas, la participación en la empresa, la no discriminación por las propias ideas, religión, raza y tantos otros que conforman aquello que hoy conocemos como Derecho del Trabajo son hoy ya elementos que forman parte, con alto consenso social, del acerbo social de los países democráticos, especialmente europeos.

Vivimos, sin duda, tiempos de urgencias históricas. Si Seguí, Peiró, Pablo Iglesias o cualquier otro sindicalista “histórico” (entendiendo por “histórico” la futilidad de ochenta años atrás: es posible aún conversar hoy con personas que les conocieron) pudiesen contemplar lo que los trabajadores españoles y europeos han logrado en la última mitad del siglo veinte, tras sus épicas y seculares luchas previas, no podrían evitar que espesas y emotivas lágrimas recorriesen sus curtidos rostros de luchadores. Lo mismo podría decirse de los precursores del iuslaboralismo, Layret entre ellos. Mas, sin embargo, a nosotros, sus sucesores, inmersos en nuestras vorágines históricas diarias, donde los cambios no se valoran por decenios sino por meses, se nos ha olvidado el propio tempo de configuración de los procesos históricos.

Pero no todo ha de ser “mirarse el ombligo”, una visión afectuosa y complacida sobres los derechos logrados. A menudo el movimiento obrero organizado, el sindicalismo, y el propio Derecho del Trabajo en los países opulentos olvidan un elemento sustancial en su análisis: nosotros –es decir, los felices ciudadanos de las sociedades opulentas- vivimos tan bien porque otros –que son los más a escala planetaria- viven peor. Es ésa la verdad de Perogrullo... que tan a menudo se tiende a obviar, en estos tiempos en que tantos neo-conversos a las verdades del mercado han vendido a precio de saldo –cuando no reciclado en la basura- los clásicos del pensamiento de izquierda... donde se hallan escritas, hace mucho años, precisamente esas verdades de Perogrullo.

Sin embargo, esa congratulación autocomplaciente y egocéntrica de los movimientos sociales en las sociedades opulentas hace ya años que ha finalizado. Cierto: en los buenos tiempos se miró a los parias de lo que entonces se llamaba el “tercer mundo” desde la solidaridad... desde una confortable solidaridad. El fin del colonialismo tras las grandes guerras mundiales fue saludado por el movimiento obrero organizado y por la izquierda de esos países, en general (aunque, ciertamente no por toda la izquierda), como un avance de la civilidad; luego, poco más tarde, el auge de los movimiento anti-imperialistas fue visto con no ocultas simpatías –y, tal vez, como una ruptura de la monotonía histórica de la “pax augusta” reinante en la lucha de clases de la Europa occidental en los cincuenta años de pujante keynesianismo-.

Mas, de pronto –y no hace de esto demasiado: apenas quince años- empezaron a suceder cosas, al principio apenas imperceptiblemente para nuestra comodona y holgada existencia: lo que antes se ha calificado como trepidante, sucia y ruidosa industria fabril comenzó a cerrar, desplazando su ruidosidad, trepidancia y suciedad a otros países alejados, a veces ignotos; nuestros comercios empezaron a llenarse de productos baratos con etiquetas de “made in...”(y no precisamente “in Spain”); con mano de hierro (aunque, es verdad, con guante de terciopelo) los hijos de aquella pobreza laborante de Romagnoli fueron empujados al sector servicios –muchas veces con altas dosis de precariedad-, en múltiples casos tras un desconcertante pase por una Universidad masificada –lo que llenó de orgullo y ufanía a sus padres y abuelos- para la obtención de titulaciones que difícilmente les darían empleo; los trabajos menos calificados, sucios y pesados han empezado a ser ocupados por gentes con otros colores de piel, con otros idiomas. Por otra parte, la “carrera profesional” –aquella que uno iniciaba como aprendiz de joven, para jubilarse ya provecto como oficial especializado, siempre en el mismo trabajo, siempre en la misma empresa, siempre en el mismo turno- se desintegró para los asalariados jóvenes, permaneciendo –muchas veces como una rémora- para los antiguos, iniciándose una preocupante dualidad del mercado laboral; las empresas se empezaron a llenar de ordenadores y máquinas extrañas; el propio concepto de empresa fordista –centralizada y centralizante, con la industria de la automoción como paradigma- fue sustituida por una difusa red de múltiples empleadores, de tal manera que ni todo el mundo que se hallaba laborando en el mismo centro de trabajo pertenece a la empresa, ni todos los que sí tienen vínculo contractual con ella prestan sus servicios en dicho espacio físico; el colectivo asalariado, conformado hasta entonces por el “trabajador-tipo”, carne de cañón del fordismo (varón, con oficio desarrollado generalmente en la misma empresa industrial y fabril, fijo de plantilla), se fue poco a poco desintegrando con la aparición el crecimiento de sectores de trabajadores antes minoritarios o inexistentes...

En nuestro modorro bienestante esos cambios fueron en sus inicios apenas percibidos y se recibieron, en general, con clara indolencia –salvo algunas lúcidas excepciones-. Y poco a poco, primero quedamente y progresivamente, más tarde, todos ellos fueron conformando –en una sola dirección- una nueva realidad si nombre, hasta que en voz cada vez más alta, atronaron a todos los niveles mediáticos las palabras mágicas: primero, flexibilización y luego, globalización.

En todo este proceso (que ha mutado de arriba abajo nuestros valores) la izquierda de las sociedades opulentas ha reaccionado con estupor y desconcierto, actuando muchas veces –por no decir, siempre- a remolque del discurso hegemónico (discurso que no es el nuestro). Ese desconcierto es comprensible: por primera vez en más cien años la izquierda carecía de alternatividad: de propuesta emancipatoria que ofrecer a la sociedad ante el capitalismo triunfante (y sigue careciendo de la misma desde una perspectiva global). Y donde he dicho izquierda puede leerse “sindicalismo” o “iuslaboralismo comprometido con los derechos de los trabajadores”

Quizás de haber recurrido a los viejos clásicos, de no haberlos olvidado y reciclado tan pronto, entenderíamos lo que está pasando: ”la burguesía no puede existir si no es revolucionando incesantemente los instrumentos de producción, que tanto vale decir el sistema todo de la producción, y con él todo el régimen social (...) La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción interrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes”. Sí, se trata de El Manifiesto Comunista (tan desfasado, al parecer, según algunos, tan sorprendentemente fresco aún para quien sepa leerlo con ojos nuevos, sin dogmatismos). La entronización de la cultura del dinero, del afán de lucro, la mercantilización de cualquier actividad e, incluso, sentimiento humanos, elementos que definen todos ellos intrínsecamente a esa patología autodestructiva de la especie que es el capitalismo, comportan la conocida dinámica: el cambio constante del modelo productivo para producir más, para ser más competitivo (término paradigmático de la supuesta modernidad), en definitiva, para que unos pocos ganen más dinero.

Y en ese desconcierto de la izquierda de las sociedades opulentas (también en el sindicalismo, también en el iuslaboralismo pro operario) aparecen en su seno –muchas veces enfrentados- dos discursos: el de la oposición radical a los cambios en trance con la reivindicación coetánea del paraíso perdido del welfare y el fordismo, y el del posibilismo, consistente en la aceptación acrítica de los nuevos procesos, con intentos de parcheos humanizadores de la barbarie (de nuevo, el viejo debate entre el dogmatismo y el posibilismo: ¡Nunca aprenderemos!). Debo confesar que ninguna de ambas opciones me convence: el discurso maximalista obvia que el Estado del Bienestar de los últimos cincuenta años se construyó sobre el sufrimiento de la mayor parte de la humanidad (sigue, por tanto, instalado en el pecado original de la izquierda del welfare: su egocentrismo) y que no existe prueba alguna de que el fordismo fuese el “paraíso proletario” –salvo, por supuesto, para los nostálgicos del camarada Stajanov-; el pragmático, que ningún cambio es posible sin una alteridad propositiva y que el objetivo central de la izquierda es precisamente eso: la transformación social.

Ocurre, a veces, que en determinados puntos históricos confluyen varias y concretas tendencias económicas y/o sociales hacia un objetivo común, sin obstaculizarse, antes al contrario, entre sí. Eso es lo que ha pasado en los últimos tiempos. De ahí está surgiendo una nueva manera de producir. Nueva forma de producir que mantiene, sin embargo, los rasgos esenciales del capitalismo, esto es: la alienación en el trabajo, la apropiación de la plusvalía, la jerarquía ademocrática, la expropiación de los saberes, la vieja división entre investigación y ejecución...

Este nuevo modelo productivo comporta y requiere para su pervivencia una dimensión planetaria; es decir, el viejo sueño capitalista de un mercado universal –Marx dixit-, ahora posible por los avances tecnológicos y de transportes. Ello es así en la medida en que la producción se fragmenta, se reducen los costos de envío –a veces hasta niveles irrisorios-, en que la tecnología permite todo ello, en que los costos de mano de obra no especializada son más bajos en lo que antes se denominaban países en vías de desarrollo.... La concurrencia de todos esos factores explican lo que puede ser definido como “globalización productiva”. Y, si bien se mira, la “globalización especulativa” –sobre la que tanto se ha escrito- no es probablemente más que el previo instrumento de acumulación de capital necesario para lograr aquel otro fin (por cierto –todo sea dicho de paso-: ¿qué mejor medio para absorber las consecuencias del estallido de la “burbuja financiera” –es decir, convertir las ganancias obtenidas-, legitimar las necesarias dosis de autoritarismo precisas para imponer el nuevo modelo productivo y probar la infalibilidad del capitalismo, legitimándolo, que la fijación a escala planetaria de un enemigo común, indeterminado y genérico, que sirva a la vez para potenciar la industria armamentística?); acumulación de capital que –la Historia, de nuevo- se demuestra siempre necesaria para esos “saltos adelante” del capitalismo.

Todo esto proceso está comportando cambios de profundo calado. Cambios apreciables en cuanto a los modos y forma de producir, al instaurarse la flexibilidad en la producción (la otra palabreja inevitable en el debate), con el fin de la gran empresa piramidal, de producción continua, con unas relaciones laborales estáticas en el tiempo, para pasar a la empresa-red o empresa-difusa, con una producción en función de la previa demanda y con unas relaciones laborales en continuo proceso de transformación. Y dicha novación está teniendo también efectos respecto a las formas de pensar y los valores de las personas (volvamos de nuevo a los clásicos: “Los nuevos métodos de trabajo son inseparables de un determinado modo de vivir, de pensar y de sentir la vida” -en este caso, la cita es de Gramsci y sus Cuadernos de prisión-). Y finalmente (el más significativo por lo que hace al objeto de mi reflexión), el cambio que estamos viviendo está afectando a las instituciones tuitivas, al Derecho, que logró conquistar con sus luchas a lo largo del pasado siglo la pobreza laborante de Romagnoli.


2.- El Derecho del Trabajo “ante lo nuevo”: Su necesaria neo-internacionalización


La “crisis del Derecho del Trabajo” es hoy ya un tópico. Ogaño una huelga es fácilmente desvirtuable por un empleador traspasando el proceso productivo afectado por la misma a un país remoto; la negociación colectiva se ve en demasiadas ocasiones fuertemente coartada por la constante amenaza de traspasar producción a otros centros de otros Estados con costes productivos más bajos; las empresas buscan “paraísos de paraesclavitud” en que aquellos derechos arrancados por la pobreza laborante sean inexistentes (legitimándose luego moralmente, afirmando la necesidad de crear riqueza en dichos paraísos); la Seguridad Social –el máximo exponente de la lucha por la civilidad de nuestros padres y abuelos- se pone en entredicho, día sí, día también, por los costos sociales que comporta y la necesidad de abaratar los mismos –se dice machaconamente, a fin de derivar renta al sector privado-; las sociedades opulentas practican una hipócrita política de inmigración, basada en un aparente endurecimiento de sus murallas, mientras los empresarios reclaman mano de obra barata, dispuesta a todo para salir de la agonía en que viven en sus países, con el claro objetivo –por parte de aquellos- de crear el “ejército industrial de reserva” –de nuevo: los clásicos- que les es preciso para forzar a la baja las condiciones de trabajo de los asalariados de las sociedades opulentas. Y, finalmente, el poder político, el Estado, impotente, claramente capidisminuido en las funciones hasta ahora otorgadas, se limita a legitimar la hipocresía social generalizada, con meros gestos a la galería, claramente conciente de sus limitaciones.

Y tras ese proceso se esconde otra cosa: esa interesada lectura de lo nuevo pretende no sólo discutir las conquistas sociales logradas en el pasado siglo, sino algo más: la vuelta al individualismo descarnado, la rediscusión del discurso igualitario, el sometimiento de toda la sociedad (de la polis) a la economía (entendida, en su lógica, como el simple afán de lucro), en definitiva, la vuelta a la ley de la jungla, a la ley del más fuerte: el fin del pacto social keynesiano. Se trata, pues, desde esas posturas, de volver a discutir en el nuevo panorama los acuerdos implícitos de distribución de la renta consagrados en el welfare. No es ése un fenómeno nuevo: cualquier cambio en el sistema capitalista tiene como objetivo, no oculto, obtener mayor ganancia; y ese incremento de la ganancia sólo es posible despojando a otros (los trabajadores y las clases dependientes) de sus niveles de bienestar.

¿Qué hacer ante dicho panorama?. Ya me he referido antes al desconcierto de la izquierda, del sindicalismo y del iuslaboralismo. Con todo, faltaríamos a la verdad si negásemos que en todo este proceso no han existido propuestas por su parte: las hay. En general, el planteamiento alternativo se basa en el paradigma de situar la política por encima de la economía (lo que, si bien se mira, no es más que una resituación de la ya secular polémica liberal entre el rol del Estado y el rol del individuo). Lo que ocurre es que, en clave tradicional, la “política” tiene un ámbito natural, el Estado, mientras que, como es perfectamente sabido y por mor de la dichosa “globalización”, la economía, la producción y el movimiento especulativo de capitales tienen escalas planetarias.

No me corresponde a mi –soy incapaz de ello- formular alternativas a este respecto, ni tan siquiera esbozos de las mismas. Mas si quiero aquí plantear una serie de reflexiones de naturaleza, en principio, estrictamente jurídica, aunque no pueda evitar –por obvio motivos- reflexiones de política de Derecho.

¿Qué puede aportar el Derecho, el iuslaboralismo, vigente como reflexión en este debate?. Debo reconocer que relativamente muy poco, en la medida en que el Derecho no es más que un instrumento de poder, por definición, y –hasta ahora- el poder se ejercía en el marco del Estado. Mas también es claro que los iuslaboralistas no podemos asistir silenciosos ni a la actual proceso de ingeniera de desmontaje progresivo de las anteriores conquistas de civilidad (aunque sea por egoístas razones de supervivencia: nuestra disciplina ha surgido de esas conquistas), ni podemos permanecer impasibles ante la paraesclavitud y la negación de los derechos más elementales en los países no opulentos. Ni debemos, ni podemos callar, porque nuestra disciplina se ha cimentado, precisamente, sobre la igualdad y la solidaridad interciudada.

El problema central del actual Derecho del Trabajo para abordar ontológicamente dicha cuestión es, lo reitero, su ámbito estatal por definición. Es ésa una característica, en general, de todas las ramas del Derecho –salvo, por supuesto, el trasnacional-.

En efecto, los “Estados sociales de Derecho” –inherentes a cualquier sistema keynessiano- se circunscriben a fronteras.. No hay “Estado de Derecho” a escala mundial –valga la contradicción-, salvo incipientes y esperanzadores balbuceos del Derecho Internacional Público. Mientras tanto, los procesos económicos referidos tienen un ámbito suprafronterizo. La falta de dichos instrumentos jurídicos es evidente en la actual crisis bélica, en la que la comisión de una serie de gravísimos delitos –delitos de “ius cogens”: los hallaremos en todos los ordenamientos penales comparados- da como resultado una guerra (por cierto, no declarada como tal); delitos de escala internacional que, sin embargo, no ostentan mecanismos punitivos de igual índole trasnacional: el castigo de los mismos se deja en manos no del Derecho, sino de la fuerza.

Mutatis mutandis a idénticas conclusiones cabe llegar respecto a los derechos sociales. Es observable, empero, en este terreno la existencia de un conglomerado normativo más o menos antiguo y consolidado: los convenios de la Organización Internacional del Trabajo y el resto de normas emanados de dicho Organismo internacional. Sin embargo –es sabido-, salvo en el caso de los Estados europeos, muchos de esos tratados no han sido suscritos por la mayoría de países (entre ellos, en forma destacada, Estados Unidos). Así es ponderable la existencia de los llamados “convenios fundamentales”, es decir, aquellos que forman el núcleo imprescindible de unas relaciones laborales mínimamente humanizadas: los referentes a la prohibición del trabajo forzoso (convenios 29 y 105), libertad sindical (87 y 98), no discriminación por motivos de género (100 y 111) y prohibición del trabajo infantil (138 y 182). Pues bien, de los 175 Estados conformadores de la OIT sólo 65 (un 37 %) han suscrito la totalidad de los mismos. Países como USA o China sólo han corroborado dos, Corea o la India, 4, Canadá y Nueva Zelanda, 5... Son esos datos corroborables en la página web de la OIT (
http://www.ilo.org/public/spanish/index.htm). Y obsérvese que ninguna referencia hallaremos en dichas normas mínimas a aspectos como el derecho de huelga, la participación en la empresa, la protección social...

Pese a ello, es remarcable que, aún el idílico supuesto de que todos los países que forman parte de la OIT subscribieran esos acuerdos mínimos, no existe en el Derecho Internacional del Trabajo ningún mecanismo coercitivo o punitivo, ningún tribunal internacional, que obligue a los Estados infractores al cumplimiento de sus obligaciones. No deja de llamar la atención, a este respecto, que, por el contrario, las limitaciones a la libre circulación de mercancías y capitales sí ostentan mecanismos a escala internacional –ciertamente efectivos- reactivos frente a dichas trabas.

Una primera reflexión, a este respecto, desde el Derecho del Trabajo, es la determinación de qué debe entenderse por esos mínimos de civilidad; mínimos de civilidad que nos lleven a la conclusión de que, a escala internacional, estamos hablando de trabajo y no de paraesclavitud. Dicha tarea puede parecer simple, mas no lo es. La propia conformación del Derecho del Trabajo a escala estatal, en aluvión histórico, dibujando en cada país un concreto y sutil juego de poderes y contrapoderes, dificulta sobremanera la determinación de esos contenidos mínimos. Piénsese que la Unión Europea lleva más de treinta años intentando fijar condiciones comunes –en sistemas más o menos homogéneos- sin que, a este respecto, se hallan dado grandes avances (por ejemplo, poco tiene que ver el sistema de negociación colectiva de los países anglosajones con la de los continentales, escaso contacto conceptual hallaremos entre la participación en la empresa en la Europa septentrional con la meridional....).

Pero, es más, pecaríamos de nuevo de egocentrismo si pensásemos que nuestro secular modelo de relaciones laborales –el de los países opulentos, especialmente europeos- es trasladable a otras realidades. Nuestro modelo es “nuestro modelo” y en ningún lugar está escrito que el sistema europeo sea “el modelo”.

Cabe articular, en consecuencia, unos determinados mínimos que conformen el límite –por abajo- exigible.


Parece fácil, en ese sentido y partiendo de la necesaria sumisión de la economía a la política –o lo que es lo mismo: al Derecho- empezar a pensar en la instauración de mecanismos jurídicos –forzosamente internacionales- para la articulación, tuitivación y, en su caso, punición, de las políticas nacionales que no respeten esos mínimos de civilidad. Mínimos de civilidad que, desde mi punto de vista, deberían ser esas ocho normas de la OIT a las que he hecho referencia sobre esos cuatro elementos sustantivos: libertad sindical, interdicción del trabajo forzoso, prohibición de discriminación y limitación del trabajo infantil, a las cuales se deberían sumar las normas internacionales garantistas respecto las situaciones de embarazo y puerperio. Es cierto que ésos son derechos muy limitados: mas, si bien se mira, estamos hablando de un programa mínimo muy similar al que planteaba el movimiento obrero organizado en sus inicios en la Europa Occidental.


3.- Por un nuevo sujeto colectivo

Pero, más allá de esas reflexiones internacionales corresponde a los iuslaboralistas repensar nuestro disciplina en el nuevo escenario. Nuestra disciplina es hija legítima del apareamiento entre el welfare y el fordismo. Somos descendientes naturales del gran pacto social de postguerras. Pues bien, ese contrato ha sido roto por una de las partes. Seguir manteniendo a ultranza las cláusulas que la otra parte en su día firmante ha decidido no aplicar por considerarlas unilateralmente vencidas nos impele al abismo o, en el mejor escenario, a ser declarados una especie en vías de extinción. En la medida en que la desigualdad sigue –incluso se incrementa, ahora teorizada por los neo-darwinistas sociales- lo más valiente por nuestra parte es considerar también que dicho pacto caducado y, ya sin rémoras, lanzarnos al terreno neo-propositivo. Es esa, sin duda, una posibilidad arriesgada, pero que creo del todo necesaria. En otras palabras, lo que propongo es una readecuación del Derecho del Trabajo desde una perspectiva igualitaria a las nuevas situaciones.

Veamos un ejemplo: ¿por qué seguir manteniendo y defendiendo un sistema de participación en la empresa basado en un corporativismo y unas complicidades entre trabajadores y empresarios que ya no existen?. Y en conexión con ello, ¿por qué seguir manteniendo el carácter cerrado de la empresa capitalista en relación con la sociedad?. Bajo el fordismo estaba claro un concreto pacto implícito: el Estado gestionaba la política de rentas por encima del ámbito empresa, dejando las mismas como una especie de islas feudales, poco permeables a los derechos constitucionales y autistas respecto a la sociedad. El discurso hegemónico del neoliberalismo viene a poner en entredicho la primera de dichas cláusulas... mas no la segunda (en definitiva: les sigue resultando beneficiosa para sus intereses).

Pues bien, como quiera que nuestra contraparte ha roto el añejo contrato, también nosotros podemos hacer otro tanto: eso ya nos lo enseñaba el Derecho de la antigua Roma.

¿Qué queremos decir con ello?: ni más ni menos que hoy -en base a la resituación de lo societario que postulamos como valor de la izquierda- debe acabarse con la falta de conexión entre la sociedad y la empresa. En efecto, las empresas no son ya islas alejadas del acerbo común del hecho colectivo de la ciudadanía, de lo societario. No lo han sido nunca, independientemente del pacto social por cuya denuncia abogamos, mas paradójicamente, con la flexibilidad lo son menos. La empresa -aunque se haya negado- siempre ha tenido un determinado coste social: ¿o no ha ocurrido así, por ejemplo, cuando las cosas han ido mal dadas o la empleador ha querido incrementar sus ganancias, todo ello a través de planes de reestructuración que han pagado los ciudadanos, especialmente los laboriosos?, ¿o no ha ocurrido así en los casos de sinistrabilidad laboral?. Pero impacto social de la empresa se ha incrementado en los últimos tiempos: lo ha hecho por las necesidades ecológicas de salvación del medio socialmente demandadas; lo ha hecho también, al exigirse cada vez más, al albur de las nuevas tecnologías, una constante y creciente formación profesional. Y todo ello, también, es pagado por todos los ciudadanos. Paradójicamente, pues, en los últimos tiempos el uso de recursos societarios por parte de los empresarios -los mismos que reclaman en fin de los intervencionismos- no ha disminuido: se ha incrementado.

Y no se trata sólo de eso: la flexibilidad, el nuevo modelo productivo, también está comportando una mayor vinculación de la producción con los propios individuos. Lo hace cuando se traspasan -como está ocurriendo: ya lo hemos indicado- determinados procesos a los propios ciudadanos. Lo hace también cuando estamos asistiendo a lo que se conoce como producción individualizada, de tal manera que cada consumidor puede elegir previamente las características del producto que va a adquirir. Pues bien, si aquel sujeto individualiza la producción a su gusto y, a la vez, se le traspasan determinadas actividades productivas -pagando por todo ello- parece obvio que también tiene derecho a elegir no sólo el qué, sino también cómo se produce.

Debemos acabar con la desconexión entre empresa y sociedad: abogar, en definitiva, por el reconocimiento del hecho de que aquéllas son también células que conforman a ésta, con todas las consecuencias. Si ello es así aparece un hecho incontrovertible: sólo el sindicato puede ser el valedor de los intereses de los ciudadanos en el seno de las empresas. Sólo el sindicato puede discutir con los dadores de empleo en el propio centro productivo qué y cómo se produce.

Ello resitúa un nuevo concepto de participación en la empresa: superar, en definitiva los esquemas de participación-conflicto anteriores al fordismo, y participación-colaboración, de dicho sistema. Se trata, en consecuencia, de establecer un sistema de participación y control vinculada con la defensa del interés societario en el seno de la empresa (el interés societario, en definitiva, de las personas que conforman el sindicalismo: los trabajadores, con sus propios intereses, opuestos a los de los empresarios). Lo repetimos: sólo el sindicato es capaz de cumplir ese papel. Difícilmente ese rol puede ser jugado, por ejemplo, por los organismos unitarios.

Ocurre, sin embargo, que el modelo fordista de sindicato no es útil para esos fines (ni para otros tantos). Despejemos, sin embargo, interrogantes: el conflicto capital-trabajo sigue siendo la fuerza motriz de la alternatividad (si se opta por la misma: es la esencia de la izquierda) y el sindicalismo sigue teniendo razón de ser, aunque se modifique sustancialmente el modo y la forma de producir.

El sindicalismo, sin embargo, debe distinguir entre lo que es objetivamente un nuevo sistema productivo (neutro) y los elementos de subjetividad patronal para ganar poder contractual al hilo de un profundo cambio productivo que ellos están gobernando tanto en la práctica como en el terreno de las ideas; diferenciar, en definitiva, entre flexibilidad y precariedad, en los parámetros más arriba apuntados, desde su autonomía, desde sus valores. El sindicato, pues, debe ser permeable a aquélla, más inflexible ante ésta, si quiere ser congruente con sus fines y objetivos. No es ésa, ciertamente, una tarea fácil: precisamente por nuestro desconcierto y por lo incipiente del cambio. La alternatividad, desde el sindicato, desde la izquierda, está por construir: se trata, en consecuencia, de re-establecer las certezas que no permitan distinguir lo bueno de lo malo. Corremos el riesgo de equivocarnos puntualmente, en tanto en cuanto la tradicional prueba del nueve que nos permitía ese distinción ya no es infalible: el riesgo del inmovilismo es, sin embargo, mucho mayor.

Esa aceptación comporta un importante cambio de chip en la conformación tradicional de lo que hemos caracterizado como interés colectivo: ya no hay un sólo interés común, que unifique aspiraciones individuales, sino varios intereses y todos ellos son legítimos. Aunque, si bien se mira, y precisamente por la necesidad de la unión a la que hemos hecho referencia, como elemento necesario para la consecución de la igualdad sustantiva en el marco de las relaciones laborales aún en los nuevos sistemas productivos, no es que existan diversos intereses, sino que el mínimo común denominador que unifica los mismos es más general y, en consecuencia, menor. Es decir, que si antes la unificación de las aspiraciones de las gentes laboriosas era x, y allí se situaba el sindicato, un universo más o menos cerrado en función de la homogeneidad de las mismas por mor del modo de producción fordista, ahora es x-n. Si el sindicato se mantiene en el paradigma x -el interés colectivo de los trabajadores fordistas- está condenado a un destino gremialista a largo plazo: a representar, únicamente, a una porción de los asalariados, porción que, además, irá progresivamente en retroceso.

No se trata de rebajar planteamientos, sino de hallar el común punto de encuentro de todas aquellas personas que viven de su trabajo y dotar a esas aspiraciones de nuevos axiomas emancipatorios. Y ello comporta, inevitablemente, una reducción del alma común del sindicato hasta ahora vigente o, si se prefiere, una generalización de la misma, en el sentido de que su determinación ya no puede ser tan concreta como antes.

Ésa es una reflexión que creemos urgente y necesaria para el sindicalismo, especialmente en los modelos plurales del sur de Europa. En la medida en que el punto de encuentro del interés colectivo en la nueva situación no se unifique y en la medida en que existen diversas opciones sindicales se corre, en dichos sistemas, un riesgo importante: el de que cada colectivo de asalariados, los fordistas y los flexibles, halle aquel desiderátum común en una específica opción sindical. Algo de eso ha pasado en el reciente proceso de elecciones sindicales, para quien sepa leer entre líneas, si bien no en forma nítida ni unidireccional. Ese panorama es suicida para el sindicalismo: significa la propia disgregación organizativa del mundo laborioso, su pérdida de fuerza y poder negocial, con independencia de que, en momentos puntuales, por las tensiones intersindicales, se tenga la tentación de caer en ella.

Este elemento de reflexión nos lleva a otro, tanto o más importante: el referido al sistema de organización del sindicato.

Seamos claros: el actual modelo de organización sindical, vertical y piramidal, no es tanto un ejercicio autónomo de la capacidad auto-organizativa del movimiento obrero, como una adecuación de la misma a un concreto modelo productivo. En la medida en que éste ha cambiado, ello comporta la necesidad de modificar, también, la estructuración del sindicalismo. En la medida en que el poder en la empresa se horizontaliza, en que la empresa se difumina y se descentraliza, ello debe comportar mimesis en idéntico sentido por parte del sindicato.

La organización del sindicato, pues, también debe ser flexible; flexible en el sentido de diversa. Sin duda que, en múltiples sectores y empresas de configuración productiva taylor-fordista, el modelo hasta ahora imperante sigue siendo útil. Pero ya no lo es para los colectivos que ven su sistema de relaciones laborales adecuado a los sistemas emergentes.

El modelo único, ecuménico, de organización, pues, debe darse por finiquitado. Ello significa la necesidad de hallar sistemas de organización horizontal, que unifiquen intereses más o menos homogéneos, mas que difícilmente pueden ser encuadrados en el canon tradicional. Ése es el caso, por poner ejemplos evidentes, de los teletrabajadores o de los autónomos dependientes, mas también el de determinados tipos de trabajos, vinculados con las nuevas tecnologías, que difícilmente pueden ser clasificados organizativamente a la vieja usanza (las federaciones -verticales- de industria). Lo sabemos: ese panorama es fácilmente asumible, en un sentido formal, por parte del viejo sistema, hace años que, con concretos colectivos (cuadros, técnicos, etc.), se viene poniendo en práctica... con resultados harto dudosos. En realidad en ese viejo esquema lo que se pedía a los diversos es que, ejerciendo determinadas dosis de singularidad, se sometieran a las decisiones de la mayoría de los trabajadores a cambio de cierta condescendencia hacia sus aspiraciones minoritarias. No es eso, precisamente, lo que estamos postulando: lo que intentamos afirmar es que esos intereses nuevos son tan legítimos como los tradicionales y que, en consecuencia, deben encontrar una organización adecuada y unos espacios de poder suficientes como para influir en las políticas sindicales; los intereses diversos, para quien sepa entenderlo, ya no son -sumados todos ellos- minoritarios. Por eso afirmamos antes que el mínimo común denominador debe ser más pequeño.

Por otra parte, el sindicato en el fordismo ha tendido ha situarse fuera de la empresa; o, en otras, palabras, su organización -no estamos hablando de la acción sindical- ha sido externa a la misma. Ello era perfectamente coherente con un modelo que, por definición, era unificador del sistema de relaciones laborales: como quiera que la realidad era más o menos única el poder decisorio, progresivamente, se iba alejando de dicho ámbito a fin de ganar fuerza, ante la patronal y ante el Estado.

En la medida en que con la flexibilidad la producción se diversifica en función de cada centro de trabajo y que la estructura empresarial se difumina, las singularidades aparecen de manera más visible, de ahí que también aparezca la necesidad de encontrar nuevos elementos de unificación de los intereses, diversos, y nuevas formas de vertebración del esqueleto sindical. Surge así, una aparente paradoja: mientras resulta necesario dotar al sindicato en la empresa de mayores capacidades de decisión (retornarlo al centro de trabajo), pues la realidad única tiende a finalizar y con ella las políticas verticales, hay que re-elaborar el discurso de la organización como tal (fuera de la empresa) a fin de que cada núcleo productivo no acabe convirtiéndose en una especie de sujeto autista, con la consiguiente pérdida de poderes y de configuración de respuestas alternativas. De nuevo, aquí, vuelve a aparecernos la minimización del común denominador que debe conformar el sindicato. Abundemos en esta reflexión para aclararla: el sindicato-organización debe ceder soberanía a sus ámbitos inferiores -los de empresa- y, a la vez, debe consolidar un discurso nuevo que sirva para re-unificar una realidad cada vez más diversa.

¿Y el Estado?, ¿qué hacemos con las siempre tortuosas relaciones entre el sindicalismo y los poderes públicos?. En buena medida el sindicalismo, hoy, sigue siendo estrábico: mira, en su acción sindical, de un lado, hacia el empresario y la patronal, y, de otro, hacia el Estado. Esa doble visión ha ocurrido siempre, incluso antes del fordismo, con independencia de que, en dicha etapa, por las razones ya expuestas, se haya agudizado la mirada hacia los poderes públicos.

El problema surge cuando, como está ocurriendo, se está poniendo en discusión, por parte del discurso hegemónico en boga, el papel interventivo del Estado en la economía y en el mundo de las relaciones laborales. De nuevo aquí, ante esos nuevos axiomas neo-liberales, debemos aplicar algunas intuiciones sobre la bondad y la maldad de las cosas. Una cosa es que, por mor de la propia heterogeneidad de la realidad productiva, al hilo de la flexibilidad, el papel unificador de la heteronomía del modelo de relaciones laborales disminuya y ello comporte la necesidad de readecuar las reglas de aplicación de las distintas fuentes del Derecho del Trabajo, resituando el papel de la autonomía colectiva -como más adelante se apuntará- y otra, muy distinta, es que el Estado deba abandonar su papel de intervención en el iuslaboralismo. Precisamente porque, aún bajo la flexibilidad, no existe una plena igualdad entre las partes contractuales, el Estado debe seguir siendo el garante de determinados mínimos. Buen ejemplo de ello lo hallaremos en el famoso debate sobre las 35 horas: es obvio que si se considera (como así lo hace la izquierda) que esa es una buena medida para crear empleo, ese objetivo sólo puede lograrse a través de una Ley específica... con independencia de que la diversidad de cada situación y el control de esa objetivo deba resituarse en el marco de la autonomía colectiva.

El Estado, pues, para el sindicalismo, para la izquierda, no puede retirarse, sin más, de la regulación de determinados mínimos del contrato de trabajo, ni de la salvaguarda de ciertas tutelas y ciertas garantías. Esa retirada es, precisamente, el objetivo de la derecha social: a fin de recuperar en el ejercicio de la autonomía colectiva mayores competencias de decisión unilaterales. Mas una cosa es esa constatación evidente y otra, muy distinta, que el papel de esa intervención heterónoma deba seguir manteniéndose en los papeles unificantes y homogeneizadores hasta ahora imperantes: ello es incompatible, por definición, con la diversidad dimanante de la flexibilidad. Hay, pues, que reformular -y no es ello una tarea fácil- el juego aplicativo de la heteronomía y la autonomía colectiva.

El sindicalismo, en consecuencia, debe dejar de mirar -como bajo el fordismo- al Estado como la solución de todos los males (cierto: esa tendencia ha empezado a ponerse en cuestión en los últimos tiempos), potenciando sus capacidades de intervención (las suyas propias) ante lo nuevo. Lo que se le debe exigir a los poderes públicos es que tutelen unas determinadas garantías mínimas y que ostenten una determinada salvaguardia de lo que podríamos denominar como “orden público laboral”

Mas, en todo caso, resulta evidente que el sindicato debe empezar a cortar su cordón umbilical con el Estado: al menos el condón umbilical fordista. Estamos asistiendo, en los últimos tiempos, especialmente en el terreno de la socialdemocracia, a un debate sobre el papel respectivo de lo político (ello entendido como gestión del Estado) y lo económico: si bien se mira esa controversia no es más que una resituación de la ya secular polémica entre el rol del Estado y el rol del individuo.

Cierto: la izquierda -al menos, la tradición marxista- ha hecho siempre bandera del Estado en su discurso político. Mas no cabe olvidar que, en gran medida, ese discurso sobre el Estado se sustentaba sobre el propio eje motor de la izquierda: la sociedad. Otra de nuestras grandes diferencias con la derecha (precisamente por eso postulamos como elemento central la igualdad) es que nosotros no colocamos lo individual por encima de lo colectivo... todo lo contrario (¿de dónde vienen, si no, los términos socialismo, comunismo o colectivismo?).

Cabe, pues, en ese debate actual reconsiderar una postura plenamente alternativa: la necesidad de potencia la sociedad civil con todos sus valores. Entre el individualismo propio del liberalismo (el añejo o el renovado) y el estatalismo tradicional de la izquierda (y, en parte, del welfare) cabe un terreno obvio y necesario: la resituación de la sociedad como elemento que -ella misma- debe toma de decisiones y ponerlas en práctica. Es verdad: el welfare ha comportado, como dicen los post-modernos, neo-liberales y los teóricos del fin de la Historia la dependencia de los ciudadanos respectos al Estado. Ello es nocivo, sin duda. Lo que no quiere decir que deba sustituirse ese Estado-dependencia por el individualismo a ultranza. Quizás el pacto social del tercer milenio ya no pasa por el gran acuerdo interclasista con el Estado como garante, sino entre los ciudadanos entre sí a través de la propia Sociedad, como elemento de tutela ante la barbarie.

Por definición, el sindicalismo es un agente societario (en la medida en que unifica a ciudadanos en base a unos intereses a fin de gobernar el conflicto social); por tanto, la resituación del concepto sociedad -como valor de izquierda alternativo- en el viejo debate entre estatalismo e individualismo no puede sino favorecerlo. Se trata, en definitiva, de asumir la gestión -la autogestión- colectiva desde abajo de los problemas y soluciones de los ciudadanos (en nuestro caso, los ciudadanos laboriosos).

Demasiados interrogantes y pocas respuestas, lo sabemos.

Mas, en todo caso resulta evidente que tenemos el derecho a soñar. Es ése un privilegio propio de la condición humana que ni los más oprobiosos regímenes sociales ni los peores tiranos han logrado jamás extirpar ni controlar. Nuestro sueño -el viejo sueño- es volver a poner al mundo sobre los pies (si es que alguna vez lo ha estado). Mas en realidad, si bien se mira, no se trata de un derecho: en los actuales momentos es toda una obligación. Soñar un mundo distinto, más racional, más humano, más igualitario, y luchar para la consecución del mismo en plena confusión, es una deuda histórica que, paradójicamente tenemos las actuales generaciones: se lo debemos a las miríadas de antecesores que perseguían, en circunstancias distintas, idénticos fines; se lo debemos a nuestra progenie, para que el futuro no sea el retorno a la barbarie y a la ley de la jungla, como quiere la derecha social. Hemos de preservar y ampliar para nuestros nietos las conquistas de civilidad de nuestros abuelos, con todas las adaptaciones -eso sí- que sean necesarias.

Tal vez ha llegado el momento de reconocer que, entre los múltiples errores que los rojos hemos cometido, el peor ha sido el determinismo: en realidad, el fin de la Historia fue un invento nuestro, no de los gurús de la modernidad (¿le suena a alguien aquello de la lucha final?). Es buena la cura de humildad: reconocer, en definitiva, que no somos más que eslabones de una larga, muy larga, cadena que ni ha empezado, ni debe acabar –no acabará- con nosotros.



EL NECESARIO CAMBIO EN EL DERECHO DEL TRABAJO

GLOBALIZACION Y FLEXIBILIDAD


GLOBALIZACIÓN Y FLEXIBILIDAD. EL NECESARIO CAMBIO DEL DERECHO DEL TRABAJO Y LOS SUJETOS DE TUTELA COLECTIVA


Miquel Falguera i Baró

¿Sigue siendo necesario el Derecho del Trabajo?


Ocurre a veces que en situaciones de desconcierto ante el presente y el futuro la mejor solución es volver la vista atrás. Una tranquila y serena reflexión puede ser una buena terapia moral para comprender qué nos pasa y a dónde vamos. No en vano uno busca en muchas ocasiones consuelo frente a la desdicha en literatura o en música escrita o compuesta hace siglos. Tal vez porque sea verdad la frase de que “todo está escrito”. De nada sirve ese ejercicio de retrospección, sin embargo, si con ello lo que se pretende es reafirmarse en el marasmo actual; en cambio, resulta tremendamente útil para diseñar un cambio en el devenir. O, mejor dicho, lo que creemos que debe ser el devenir.

No debe preocuparse el hipotético lector de estas páginas por el tono trascendente del anterior párrafo. No voy a relatarles mis crisis personales. Mi propósito es muy otro. Se trata de aplicar esa antigua terapia a otras heridas que no son morales: las del Derecho del Trabajo.

Es un tópico afirmar que el iuslaboralismo está en crisis. Los que hemos convertido esta disciplina en la pasión de nuestras vidas (y, créanme, somos muchos) asistimos desconcertados al nada reconfortante espectáculo de ver como el impresionante edifico del mayor logro de la civilidad del pasado siglo se desconcha y agrieta progresivamente, cuando no se desploma en alguna de sus partes. Ciertamente la construcción del Derecho del Trabajo no ha sido nunca pacífica: nuestras paredes siempre han presentado defectos, han precisado de retoques puntuales e, incluso, de cambios de estructura o de diseño. Quizás porque nuestra argamasa estaba basada en un inestable, por cambiante, consenso social o, tal vez, porque los ladrillos nos venían dados por otros –el modelo productivo-, nuestros muros no han tenido la solidez de las construcciones de otras ramas jurídicas. Puede ser también que, arrogantes, nos considerásemos arquitectos consumados, cuando nuestra disciplina es apenas secular.

El caso es, sin embargo, que desde hace varios años nuestros tabiques presentan enormes hendiduras. Y, lo que es más grave, los pilares empiezan a resentirse. De tal manera que la tradicional brigadilla de mantenimiento resulta incapaz de arreglar tanto desperfecto. Ya no se trata de lo que el maestro ROMAGNOLI ha calificado como las “microdiscontinuidades” del Derecho del Trabajo: las grietas actuales están haciendo peligrar el mismo.

En esta situación se escuchan voces que propugnan la demolición de nuestro edificio y el retorno a la vieja casa privatista de donde un día nos emancipamos. Otros, menos radicales, se decantan por una reforma en profundidad que deje el inmueble en una sola planta con escasas habitaciones, derribando gran parte de las edificaciones anejas que con el tiempo han ido ampliando nuestro hogar. No faltan, en el otro lado del espectro ideológico, inquilinos que propugnan aguantar lo que sea, aun con el riesgo de que la casa se nos caiga encima. Mientras tanto, vamos poniendo remiendos que, a veces, duran escasos días.

Quizás ha llegado el momento de hacer un pequeño paréntesis en nuestros furibundos debates respecto cómo ha de decorarse una concreta habitación y reflexionar sobre el edifico en su integridad. En dicha tesitura es donde cobra vigencia el apósito moral con el iniciábamos estas reflexiones. Tal vez la mejor solución pase por detenerse un momento –sólo un momento-, ver de donde venimos y empezar a trazar los planos de lo que queremos ser. Planteándonos incluso –por qué no- si nuestra disciplina sigue siendo necesaria.

Pues bien, entrado en la labor retrospectiva cabe hacernos una primera pregunta: ¿por qué nació el Derecho del Trabajo?. Creo que la respuesta es simple: porque las instituciones procesales y substantivas del Derecho Civil eran incapaces de regular y solucionar el conflicto social. Es conocido, en este sentido, que ni el Código Civil –ni sus precedentes normativos-, como tampoco las diferentes leyes procesales fueron efectivas, ni aquí ni en ningún otro país, para dar respuesta a lo que ocurría en las fábricas. No concurrieron sólo, sin embargo, razones funcionales: también las había estructurales. El derecho privado se basa, en efecto, en la regulación, abstracta e hipotética, del marco normativo de composición de posibles antagonismos entre sujetos y, en su caso, en la intervención puntual del Estado ante una concreta divergencia jurídica o juridificada, solucionándola –mal que bien- a través del “imperium”. Punto final y a otra cosa. Ahora bien, en lo que hoy conocemos como Derecho del Trabajo, el conflicto social no es puntual ni hipotético: es inherente al mismo. En otras palabras, si bien ambas partes, trabajador y empresario, se necesitan mutuamente, intenta aquél obtener mayor compensación salarial y mejores condiciones de trabajo y éste más plusvalía. A lo que cabe añadir que, como indica uno de las mentes más preclaras de nuestra disciplina (OJEDA AVILÉS), “a nadie le gusta vivir siempre en situación de dependencia de otro”. No existe igualdad entre las partes, en tanto que los asalariados están sometidos a la capacidad de organización del empresario. Existe, pues, lo que se conoce como “suma cero”: el trozo de tarta que uno se lleva lo pierde otro. Y ese conflicto no es puntual, es constante y dinámico. A eso, antes se le llamaba “lucha de clases”. Quizás la continuidad del conflicto social explique, también, las constantes reparaciones de nuestro metafórico edificio.

Pecaríamos, sin embargo, de la típica arrogancia de los juristas si, previamente, no reconociéramos una cosa: el conflicto siempre es anterior a su juridificación. El Derecho nunca puede ser previo, ni ajeno, a la realidad. Es la existencia de un concreto antagonismo societario el que genera la necesidad de norma. La experiencia nos demuestra que cuando dichos términos se invierten o se obvia la realidad creamos leviatanes. Pues bien, el Derecho Social –entendido como intervención o reconocimiento por el Estado en el conflicto laboral- es posterior a la génesis social. Nuestras principales instituciones –léase aquí, la huelga, la negociación colectiva, la autocomposición, el sindicato, la autotutela colectiva, etc.- son previas a su normativización. No entraré aquí en la polémica respecto a si el Derecho de la Seguridad Social aparece ex novo, como algún autor afirma. En todo caso cabe recordar que, en una primera etapa, la sindicación y las instituciones de previsión social eran una misma cosa. Tal vez porque, en definitiva, de lo que se trataba era de luchar contra la desprotección social y la miseria.

Los trabajadores descubrieron mucho antes de que el Derecho del Trabajo pudiera reconocerse como tal lo que hoy llamamos “autonomía colectiva”, es decir y simplificando que la “unión” –el significativo término anglosajón para referirse al sindicato- les situaba en posición de paridad ante el empleador. Y, sin duda, es “lo colectivo” la nota característica más esencial del iuslaboralismo.

Cierto: en paralelo existió también un interés de determinadas y poderosas instancias sociales de regular heterónomamente la situación de precariedad en que vivían los ancestros de los actuales asalariados. Mas que nadie se llame a engaño: ese caritativo interés no hubiera existido sin el previo y virulento conflicto de clases. La intervención estatal en la materia –es decir, el nacimiento de nuestra disciplina- no es más que el implícito reconocimiento de la situación de desigualdad entre las partes y, por ende, del manifiesto fracaso del contractualismo liberal en el terreno social. Y, en consecuencia, la prueba más clara de la propia injusticia intrínseca del capitalismo.

A partir de dicho reconocimiento los acontecimientos se precipitaron. Las clases dominantes metabolizaron con inusitada rapidez la quiebra del dogma liberal. Y tal vez no por razones altruistas: empezaba entonces el cambio hacia un modelo productivo –el fordismo- que tenía como base la estabilidad de las relaciones laborales y la integración de la autonomía colectiva en la propia empresa. De tal manera que el Derecho del Trabajo se vio, pronto, constitucionalizado. Y, en paralelo, las políticas keynesianas articularon una compleja trama de protecciones sociales ante las situaciones de carencia. En la Europa Occidental de posguerra (obviemos aquí las reflexiones relativas a España y la anormalidad histórica que supuso el cáncer franquista) aquellos derechos exigidos y reclamados por generaciones de asalariados (de la probreza laboriosa) se vieron –en un período temporal relativamente escaso- no sólo reconocidos, sino también elevados a elementos configuradores del sistema constitucional. Nacía lo que hoy conocemos como Estado Social de Derecho, el viejo sueño de los “padres” de Weimar. En esos momentos nuestro edificio empezó a crecer inusitadamente, a veces con lujos artificiosos. Día sí, día también se agregaban nuevas plantas y nuevas habitaciones. Es difícil, por no decir imposible, hallar en la Historia un triunfo tan notable y contundente de la civilidad laica, de la razón: el viejo valor republicano de igualdad empezó a equipararse con el de la libertad. En esta nueva etapa, pues, el iuslaboralismo se reconoce a si mismo, esencialmente, como un instrumento igualatorio entre clases; no se trata sólo de la simple composición del conflicto, sino de poner las medidas para que la igualdad sea efectiva.

En nuestro esplendor, sin embargo, caímos en el viejo error de “mirarnos el ombligo”. El movimiento obrero organizado, el sindicalismo, y el propio Derecho del Trabajo obviaron algunos factores de análisis esenciales en la etapa de esplendor respecto a lo que deberían ser sus fines últimos. En otras palabras: el orgullo por haber conquistado en un tiempo tan relativamente escaso el primer instrumento efectivo de igualdad social (de haber normado por vez primera “la igualdad”) conllevó que nuestra reflexión igualitaria no siguiera avanzando. Mientras hacíamos crecer nuestra casa, nos limitamos a deleitarnos ante la bastedad de nuestro predio, omitiendo cualquier intento de expansión.

La primera de nuestras omisiones tenía un ámbito geográfico. Nos negamos a nosotros mismos una simple constatación: en los países opulentos vivimos tan bien porque otros –que son los más a escala planetaria- viven peor. Es decir, nuestro sistema, tan civilizado, resultaba posible porque el nivel de rentas nacional –construido en buena parte sobre el expolio sistemático de “los otros”- lo permitía.

Tampoco profundizamos demasiado en una segunda omisión intrínsecamente conexa con la anterior: en el concreto marco de los distintos mercados internos las clases dominantes preferían renunciar a una parte de sus rentas y de sus potestades “naturales” a cambio de paz social. El “peligro rojo”, surgido del gran combate social de principios de la pasada centuria, seguía latente. El pacto social welfariano se sustentaba, por tanto, en un sinalagma no escrito: la porción de tarta nacional de los trabajadores se incrementaba, a cambio de que no se discutiera el sistema “in toto”.

El Derecho del Trabajo, pues, se basaba sobre dos ejes: de un lado, se constituía como garante del pacto (por tanto, con su régimen de derechos y obligaciones para ambas partes); por otro, inherentemente, su ámbito era nacional (salvo esas declaraciones de intenciones que son los convenios de la OIT). No empece a esta última consideración la cesión de soberanía a las instituciones comunitarias en el seno de Europa: se trataba de construir un mercado interno más amplio. Nuestro paradigma igualitario, pues, no era absoluto, al estar sometido a dos fronteras: las geográficas del Estado –o de la Comunidad- y las materiales del pacto implícito. Nuestra disciplina se erigía como garante de la paridad contractual efectiva en un concreto país y sólo respecto a las reglas de distribución de la tarta.

Las claves de la tercera omisión analítica podemos hallarla en los recientes trabajos de una de las mentes más claras de la izquierda catalana, Antoni Doménech. Los valores republicanos no se agotaban en la libertad y la igualdad. La tríada de Robespierre incluía, también, otro concepto: la fraternidad. Si despojamos a la misma de sus valores clericales y hacemos la lectura moderna que Doménech nos propone nos hallamos ante un principio basado en que nadie precise de permiso de otro para vivir, en tanto que como ciudadano tiene derecho a medios de sustento. El Derecho del Trabajo –como depositario de la herencia del Welfare- no avanzó en ese terreno: la igualdad –como derecho de civilidad- se erigía sólo a partir del factor trabajo. Si éste no existía tampoco lo hacían nuestras tutelas. De alguna manera, sustituimos la idea liberal de ciudadano-propietario por la de ciudadano-trabajador. Ello es especialmente denotable, por ejemplo, de los llamados sistemas continentales o profesionales de Seguridad Social. Es apreciable, empero, que de alguna manera, la vieja idea fraternal seguía perviviendo en nosotros: en mayor o menor medida ampliamos también nuestras tutelas hacia los desprotegidos no trabajadores (asistencia social, subsidios, prestaciones no contributivas, etc.). Debemos reconocer, sin embargo, que las situamos (seguimos haciéndolo) en la periferia de nuestra disciplina.

La última omisión tenía, incluso, un mayor calado: olvidamos que nuestro edificio está construido sobre un terreno inestable, el de un modelo productivo concreto. Todas nuestras instituciones, todas nuestras reflexiones jurídicas se adecuaban (como no podía ser de otra forma) a las necesidades específicas y puntuales de los conflictos surgidos entre los sujetos contractuales en relación al modo de producción fordista. Nos reflejamos en el mismo y teorizamos, sólo, sobre él. Sin duda puede imputarme el lector de estas páginas que esta crítica es contradictoria con la necesaria y óptima normativización vinculada al conflicto por la que antes abogaba. Una mayor concreción explicativa evidencia, empero, que no hay tal contradicción: lo que ocurre es que omitimos (olvidamos) en su momento que los modos y formas de producir no son estáticos en el capitalismo. Que evolucionan constantemente. Y que aunque esos cambios periódicos son generalmente puntuales o de escaso calado (los que originas las microdiscontinuidades de nuestra disciplina), en contadas ocasiones, por mor de la tecnología, la mutación es radical. Quizás de haber recurrido a los viejos clásicos, de no haberlos olvidado y reciclado tan pronto, entenderíamos lo que vendría luego: ”la burguesía no puede existir si no es revolucionando incesantemente los instrumentos de producción, que tanto vale decir el sistema todo de la producción, y con él todo el régimen social (...) La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción interrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes”. Sí, se trata de El Manifiesto Comunista (tan desfasado, al parecer, según algunos, tan sorprendentemente fresco aún para quien sepa leerlo con ojos nuevos, sin dogmatismos). La entronización de la cultura del dinero, del afán de lucro, la mercantilización de cualquier actividad e, incluso, sentimiento humanos, elementos que definen todos ellos intrínsecamente a esa patología autodestructiva de la especie que es el capitalismo, comportan la conocida dinámica: el cambio constante del modelo productivo para producir más, para ser más competitivo (término paradigmático de la supuesta modernidad), en definitiva, para que unos pocos ganen más dinero.

El Derecho del Trabajo no supo (o no pudo) construir un discurso por la igualdad entre clases que transcendiera no sólo a las fronteras antes expuestas, sino tampoco al concreto modelo productivo vigente. La igualdad entre las partes devino, pues, formal, no substantiva. Los mecanismos de paridad social tenían claros límites que, probablemente, no podíamos traspasar porque esos eran los lindes de nuestra finca. Y bien, pensará el lector: ¿no es esto también invocable de la evolución de la izquierda en los países capitalistas durante la etapa del welfare?. Sin duda. Ocurre, sin embargo, que por su origen histórico –por su imbricación en los “valores republicanos” tradicionales y su conexión con los valores emancipatorios de los trabajadores- el Derecho del Trabajo es el Derecho de la izquierda. No es casual que la actual crisis de ésta sea coetánea a la nuestra propia. Como tampoco es casual que las organizaciones de izquierda (y, entre ellas, el sindicalismo) se erigieran como portavoces del movimiento obrero. De un movimiento obrero que, sobre todo en Europa, se imbricó en un marco nacional.

Esos tiempos de esplendor, siguiendo con el íter histórico, fueron poco a poco apagándose. Empezaron a ocurrir cosas puntuales que, al principio, no nos alarmaron. La saturación del mercado comportó cambios importantes en el modelo fordista –que aún era reconocible como tal-. La crisis de los setenta afectó al empleo y el principio de estabilidad en la ocupación se hizo añicos. La nueva tecnología informática se implementó en los centros de trabajo. La necesidad capitalista de un “ejército industrial de reserva” –de nuevo, el viejo barbudo de Tréveris- rompió el mercado laboral, primero con los jóvenes y la contratación “basura” y los sistemas retributivos duales, luego, con el uso ominoso y explotador de mano de obra extranjera. El sujeto colectivo típico se disgregó en múltiples colectivos con intereses diferenciados. Ninguno de dichos fenómenos, por él mismo, nos preocupó demasiado: “las típicas discontinuidades...”, pensamos mientras llamábamos con cada vez mayor asiduidad a la brigadilla de mantenimiento. Cuando nos quisimos dar cuenta el modelo de empresa fordista estaba en vías de extinción, el tradicional estereotipo de interés colectivo de los trabajadores se había disgregado, el sistema de relaciones laborales había mutado hasta novarse. En definitiva, el modo y la forma de producir había cambiado radicalmente. El terreno sobre el que habíamos construido nuestro imponente palacio había experimentado una transformación sísmica.

Pero no fue sólo eso. Tal vez un cambio in rádice como el ocurrido en el terreno productivo podría haberse solucionado con una modificación en profundidad de los planos de nuestro ajado palacio. Los factores concurrentes, sin embargo, son más complejos. El nuevo modelo de producción se caracteriza, también, por la internacionalización de la producción y los servicios a través de redes (la famosa globalización), en tanto que el cambio informático y las modificaciones en el transporte permiten la microdisgregación del sistema productivo. Y ocurre que nosotros carecemos de mecanismos que permitan traspasar nuestras fronteras geográficas.

Y lo más grave: las clases dominantes han dado por roto el añejo pacto fordista-keynesiano. Ya no precisan del mismo: han triunfado irremisiblemente –al menos por ahora- frente al “peligro rojo”. Las viejas conquistas de nuestros abuelos se ven constantemente discutidas y negadas por aquéllas, que invocan, ante la modificación radical del paisaje lo que los juristas llamamos el principio “rebus sic stantibus”: el fin de la causalidad que dio origen al previo contrato. La conocida noción de “la lucha de clases desde arriba”. El neo-liberalismo invoca, en definitiva, el fin de las viejas tutelas conquistadas, el individualismo descarnado, la primacía del mercado –del afán de lucro- sobre la civilidad. Para ello hay que dinamitar la vieja noción de “igualdad” (¡no digamos, la “fraternidad”!) e inmolarla en el altar de la “libertad” (de las empresas, no de los ciudadanos)

He aquí las –conocidas- razones de nuestra crisis.

¿Sigue siendo necesario el Derecho del Trabajo en ese panorama?. Permítame lector que utilice esa técnica de respuesta que -no sé porqué razón- es denominada “a la gallega” y conteste a una pregunta con otras: ¿Existe ahora igualdad entre trabajador y empresario?, ¿se ha superado la situación de dependencia de los trabajadores respecto a sus empleadores?, ¿ya no aspiran los asalariados a cobrar más y trabajar menos y los empresarios a obtener más ganancias?, ¿ha dejado de ser necesaria la “unión” de los trabajadores para equipararse al empresario?, ¿hemos alcanzado un nivel de desarrollo humano que conlleve la aniquilación de la solidaridad societaria hacia los más desamparados?. Es obvio que una visión objetiva –aunque no forzosamente imparcial- de la realidad ha de comportar una respuesta negativa a esos interrogantes-respuestas. Las razones que generaron el conflicto social del que surgió el Derecho del Trabajo siguen ahí, si bien con lógicos matices diferenciados respecto a etapas anteriores. Por tanto, la conclusión es obvia: el iuslaboralismo sigue siendo necesario. Y no sólo (contra lo que se afirma por parte de algún sector) en relación con las importantes bolsas de fordismo que siguen existiendo en la realidad productiva. El Derecho Social continua siendo también imprescindible también respecto a las relaciones laborales surgidas de la nueva cultura productiva.

Es obvio que esta última constatación ha de ser matizada: lo que sigue siendo necesario es la intervención jurídica en el conflicto dimanante de la nueva cultura productiva, a fin de materializar instrumentos de igualdad entre las partes. Y, en aras a preservar el principio de adecuación entre el Derecho y la realidad por el que antes se abogaba, esa intervención debe producirse respecto al nuevo panorama productivo, con los necesarios cambios y modificaciones –radicales- en nuestra disciplina. No podemos obviar, sin embargo, que los estómagos agradecidos de los voceros e ideólogos en boga del neo-darwinismo social (en una relación directamente proporcional entre su impacto mediático y su conocida limitación mental) están poniendo en tela de juicio la noción de igualdad. ¿Y bien?... ¿no hemos calificado antes el Derecho del Trabajo como el Derecho de la izquierda?. Probablemente, por nuestro orígenes y nuestra propia ontología, nos corresponde a los iuslaboralistas (más que a ninguna otra disciplina jurídica) seguir defendiendo los viejos valores republicanos. Cuando amaine el vendaval neo-conservador, esos valores de la civilidad laica seguirán perviviendo y siendo necesarios. Mientras tanto empecemos a reflexionar sobre los elementos configuradores de nuestra transición a partir del actual desconcierto. Desconcierto no sólo propio: también resulta postulable del movimiento obrero organizado y de la propia izquierda.

En el anunciado desconcierto de la izquierda de las sociedades opulentas (también en el sindicalismo, también en el iuslaboralismo pro operario) aparecen en su seno –muchas veces enfrentados- dos discursos: el de la oposición radical a los cambios en trance con la reivindicación coetánea del paraíso perdido del welfare , y el del posibilismo, consistente en la aceptación acrítica de los nuevos procesos, con intentos de parcheos humanizadores de la barbarie (de nuevo, el viejo debate entre el dogmatismo y el posibilismo: ¡Nunca aprenderemos!). Debo confesar que ninguna de ambas opciones me convence: el discurso maximalista obvia que el Estado del Bienestar de los últimos cincuenta años se construyó sobre el sufrimiento de la mayor parte de la humanidad (sigue, por tanto, instalado en el pecado original de la izquierda del welfare: su egocentrismo); el pragmático, que ningún cambio es posible sin una alteridad propositiva.

En tanto que el viejo pacto social ha sido considerado roto por una de las partes, de nada sirve empecinarnos en mantener su vigencia. Eso es algo que ya sabemos desde el Derecho romano. Ese pacto se basaba –es obvio- en el reconocimiento de una serie de derechos a la “pobreza laboriosa” –ya no tan pobre gracias a aquél en términos generales-; pero muchos parecen no recordar que también existían obligaciones para esa parte: entre otras, las renuncias a “ir más allá” en el discurso igualitario y de superar los límites de nuestro predio, tal y como antes hemos expuesto. Si el sinalagma surgido de la legítima unión de fordismo, welfare y Estado Social de Derecho ya no está vigente, carece de sentido seguir manteniendo esos límites. Y si el Derecho del Trabajo sigue siendo necesario –como hemos abogado en líneas anteriores- resulta imprescindible repensarlo en el nuevo panorama, sin que las fronteras e instituciones antes vigentes tengan porqué permanecer imperturbables.

Esta imprescindible readecuación nos lleva, forzosamente, a poner en tela de juicio los marcos nacionales de nuestra disciplina. Nos obligan a readecuar nuestro discurso al nuevo panorama productivo. Y, finalmente, nos empelen a reflexionar respecto a nuestras instituciones de configuración del interés colectivo y la autotutela. Son estos los aspectos que intentaremos abordar en las siguientes páginas.





El problema de las fronteras: por una re-internacionalización del Derecho del Trabajo


Decíamos en párrafos precedentes que el Derecho del Trabajo fordista se caracterizaba por su ámbito nacional –o estatal, o comunitario, como prefiera el lector-. Los momentos de esplendor de nuestra disciplina tuvieron como eje central una economía de escala centrada en el círculo vicioso de abaratamiento de costes productivos e incremento de la productividad, de una parte, y aumento de rentas internas y consumismo a ultranza, de otra. También eran ésas cláusulas no escritas del contrato social de postguerra.

El fenómeno que conocemos como “globalización” productiva[1] comporta la ruptura del mercado interno fordista y la caída de los proteccionismos. Las artículos adquiridos por la población con menos capacidad adquisitiva provienen de países, a menudo, muy lejanos.

Y, en paralelo, la concurrencia de múltiples factores, ya expuestos, conlleva la disgregación de la producción y su internacionalización. Las famosas “deslocalizaciones” están al orden del día. Sin duda, no es un fenómeno nuevo: siempre ha ocurrido así por la propia lógica interna del capitalismo. Ocurre ahora que el abaratamiento del transporte y la microdisgregación productiva permiten la generalización a múltiples niveles del fenómeno.

El fin del mercado interno (de bienes y servicio y de mano de obra) comporta la paradoja de que los principales afectados por esa tendencia son los principales clientes de los productos baratos foráneos: ¡a la fuerza ahorcan!. No son infrecuentes –aunque sí, puntuales- determinados estallidos sociales de trabajadores que, en concretos sectores, ven peligrar sus derechos tradicionales ante la irrupción de esas mercancías baratas.