Miquel A. Falguera i Baró,
Magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña
1. Una especie de historia
de desamor.
En 1978, cuando se celebró el referéndum de la Constitución yo tenía
veinte años. Era un joven militante comunista, que no pudo votar en las elecciones
de 1977 porque entonces la edad mínima para hacerlo era de 21 años (lo que se
modificó poco antes del referéndum constitucional para incentivar la
participación).
Por tanto, mi estreno como votante fue con
ocasión de la aprobación de la vigente Constitución , la misma que intento
aplicar, con mejor o peor resultado, en mis sentencias.
Debo confesar, sin embargo, que voté a favor
sin un pleno convencimiento. Lo hice porque ésa era la consigna del partido.
Pero me asaltaban las dudas de si no se podía ir más allá en el pacto
constitucional. Reflexionando ahora me doy cuenta de que mi visión era
periférica, en tanto que se correspondía con la correlación de fuerzas en
Cataluña: aquí sin duda se podría haber ido mucho más allá. Pero ésa no era la
realidad en todo el Estado. Ese resquemor fue creciendo con el tiempo en buena
parte de la militancia comunista (el runrún de los límites de la transición y
los Pactos de la Moncloa )
y en gran medida explica la ruptura del PSUC en 1981.
Pero batallitas a parte, cada vez tengo más
la sensación de que la
Constitución que yo voté no es la misma que la que estoy
ahora aplicando, aunque formalmente su redactado sea prácticamente el mismo.
No sigo en la lista de agravios. De hecho,
podría ir comparando todos los artículos del texto constitucional con mi
lectura juvenil de tres decenios y medio antes y constatar su realidad actual:
seguro que en la inmensa mayoría de ellos hay desilusión. Mi relación con la Constitución es como
la de aquella pareja que se casan sin mucho convencimiento y que, tras el
decurso de los años, constatan cómo sus ilusiones de vida en común se han
venido abajo.
2. Reforma o nuevo proceso
constitucional
¿Podrían haber ido las cosas de otra forma?
Ucronías aparte, es obvio que el actual texto constitucional hubiera permitido
otra(s) lectura(s) No en vano nuestra Carta Magna ha sido calificada por los
especialista como “abierta”.
De hecho, la citada STC 119/2014
legitima la reforma laboral del 2012 (especialmente por lo que hace a la
degradación efectiva de la negociación colectiva respecto a la ley) recordando
que en nuestro sistema rige el principio de alternancia política y que, por
tanto, no existe una única lectura constitucional.
Ahora bien, ocurre que “otro modelo”
tiene en la práctica una evidente dificultad: los Estados precisan de dineros
para funcionar (y tienen, además, deuda acumulada) Y quién tiene los dineros
–esos enigmáticos “mercados”- exige la puesta en marcha de políticas
regresivas en materia social; por tanto, la reversión del pacto del que surgió
el Estado del Bienestar –en nuestro sistema: el pacto constitucional- y, en
consecuencia, que los ricos sean cada vez más ricos y que se desmantelen las
tutelas hacia los menos afortunados. Una
lógica que en la práctica determina que los pactos sociales que se plasmaron en
las Constituciones democráticas de los países en los que regía el Estado Social
y Democrático de Derecho, deban ser desmanteladas. Un escándalo democrático –en
el que juega un papel activo la propia Unión
Europea- que se oculta a la ciudadanía o que si se expone en
público se plantea como un chantaje ante el que no cabe otra salida (“tranquilizar
a los mercados”, “exigencias de la troika”, “carta del Presidente
del Banco Europeo”…) Por tanto, y en términos clásicos, algo similar a una
oligarquía.
Y a ello cabe sumar la paradoja derivada de
la evolución de determinadas culturas políticas. En efecto, aquel modelo “abierto”
ha devenido en la práctica “cerrado”, como si le lectura del texto
constitucional que se ha ido efectuando en los últimos treinta y cinco años
fuera la única posible. Y en ese marco resulta que los que están invocando
siempre la Constitución
–por ejemplo, el Partido Popular- son los que no la votaron. Recuérdese
en ese sentido que los diputados de Alianza Popular en las Cortes
constituyentes o se abstuvieron –si no recuerdo mal, el señor Fraga- o votaron
en contra (los denominados “cinco magníficos”, todos ellos ministros
franquistas) Y si se busca en las hemerotecas aún podrán encontrarse
incendiarios artículos de actuales prebostes populares vaticinando los males
que nos iba a llevar la aprobación de la Constitución. Esos
mismos, tras practicar el entrismo, son lo que hoy blanden nuestra Carta Magna
como la razón última que impide cualquier cambio de modelo. Pues bien: ellos no
la votaron, yo sí.
En estas últimas semanas el nuevo dirigente
del PSOE viene reclamando un cambio de nuestra Constitución. Se trata,
obviamente, de la constatación de que el actual texto ha devenido desfasado. Y
es ésa una obviedad. Pero cabrá añadir: no sólo en el terreno territorial (“la
cuestión catalana”) La
Constitución hace aguas porque, en la lectura al fin que ha
devenido hegemónica –la de la que no la votaron- ha impuesto un modelo “cerrado”
de sus contenidos (con el consenso el algún caso del propio PSOE). Vuelvo a la
paradoja: yo hoy no votaría la actual Constitución.
Y –como ocurre en las parejas mal avenidas- no creo que sea
yo el que haya cambiado…
Pero el problema es que en los actuales
momentos no se trata de cambiar algunos contenidos. Se trata de articular otra
democracia, más participativa y adaptada a la nueva realidad. O, si se
prefiere, superar el actual modelo pseuoligárquico, avanzado en un terreno en
que los ciudadanos sean lo que de verdad decidan.
3. “Lo nuevo”
La constatación de que nuestro modelo se ha
alejado del mínimo definidor de una democracia –y no sólo en España- empieza a
ser apreciado por muchas personas. Se trata de una idea que lleva ya tiempo
instalada en determinados movimientos alternativos (“lo llaman democracia y
no lo es ”),
pero que la crisis ha hecho emerger con fuerza. Primero en forma disgregada y
deslavazada. Y últimamente en forma más organizada. Y, de momento, con una
notable aceptación por buena parte de la ciudadanía.
La irrupción de esos movimientos alternativos
ha pillado a contrapié a buena parte del discurso político vigente. Se les
ataca con argumentos pueriles (lo que es un error: les da más votos) o se los
califica de “populista”. Haría bien quién emplea dicho término en
repasar cualquier manual de introducción a la política. Pero más
allá de dicha anécdota el hecho cierto es que dichos supuestos “populistas”
no están reclamando más que otro modelo de democracia de mayor participación y
el fin de un modelo profesionalizado de hacer política por mera delegación cada
cuatro años. Pues bien, ¿qué persona con sensibilidad democrática puede estar
en contra de dicha reivindicación? Reitero: en unos momentos en los que “los
mercados” nos exigen el fin de pacto social welfariano y la reversión de
las políticas sociales. O se acepta sin más la actual dinámica de degradación
de la democracia o se hace algo para avanzar en la profundización de la misma
(“sí, se puede”)
“Lo nuevo” ve caduco el actual marco
constitucional y propone –aunque en forma poco hilvanada y a veces llena de
contradicciones- su sustitución por otro modelo. Desde mi punto de vista, en
base a las reflexiones que antes he efectuado, creo que tienen razón. No se
trata de poner parches a la actual Constitución , sino avanzar en un modelo
alternativo más democrático y alejado ya del chantaje del franquismo y sus
rémoras.
Esa nueva realidad ha pillado a contrapié
también a la izquierda real –y no hablo ya del PSOE o, al menos, de sus grupos
dirigentes- que ve a esos movimientos como “parvenus” que ocupan su
territorio histórico. Y efectivamente, así es.
Y ante ello cabría hacer la pregunta del
millón: por qué Izquierda Unida o Iniciativa han sido incapaces de canalizar el
descontento social ante el déficit democrático vigente (lo que, por ejemplo, no
ha ocurrido en Grecia). Algunas reflexiones deberían hacer dichas
organizaciones al respecto. Tal vez –metiéndome en camisas de once varas- lo
que ocurre es que la ciudadanía descontenta las ve también como algo viejo,
como una parte del sistema. Y, si se me
permite –siguiendo en mi intromisión ilegítima en terrenos alejados del mío- lo
mismo ocurre con los sindicatos (todos: también los minoritarios).
Si ese movimientismo –que ya no lo es-
surgido “desde abajo” hubiera acontecido en otros tiempos esa izquierda
alternativa se hubiera sumado sin dudarlo al mismo, para intentar influir y, en
su caso, dirigirlo. Algo así ocurrió en su momento con la aparición de las
Comisiones Obreras. Pero, paradójicamente, ahora no se plantea esa
participación desde dentro, sino la “convergencia”, por tanto, el
mantenimiento de las estructuras de poder actuales de esa izquierda organizada.
No deja de llamar la atención que si uno
asiste a cualquier manifestación de “lo nuevo” en primera línea están
los llamados yayoflautas. La mayoría son antiguos dirigentes comunistas o de
CCOO –con muchas luchas a sus espaldas-, ya apartados de los núcleos
dirigentes. Tal vez ha llegado el momento de que, siguiendo su ejemplo, algunos
cuadros de la vieja izquierda dejen de lado su interés personal por el interés
colectivo que ese nuevo movimientismo ya organizado representa. No se trata de “converger” sino de “participar”,
aunque ello suponga perder la pequeñísima parcela de poder consolidada.
4. Cataluña
En todo ese contexto ha estallado la
irresoluta “cuestión catalana”. Y lo ha hecho en forma anticipada a la
consolidación del movimientismo alternativo. Aquí el malestar social ha optado
en buena parte por el particularismo. Y no se trata –como he leído por ahí- de
ninguna aspiración de la oligarquía catalana o de las “300 familias”.
Todo lo contrario: el número de banderas esteladas en los balcones de Sants o
de L’Hospitalet es infinitamente superior al de la Bonanova o Sarrià.
La debacle y los recortes al Estatut aprobado
en referéndum –y la ominosa campaña del PP al respecto-, así como la famosa
sentencia del Tribunal Constitucional han hecho que en Cataluña el estallido
social se concretara en el reconocimiento del derecho de su particularidad (sí,
aquello que pretendía el texto constitucional en sus orígenes)
En ese contexto no cabe olvidar algo que
desde mi punto de vista es esencial: la mayoría de la población catalana no
acepta los principios y la política del Partido Popular. Baste para ello
constatar el bajo nivel de incidencia de dicho partido en este territorio, a
diferencia del resto de España. Es ésa una similitud con Escocia que a menudo
se olvida: los escoceses no soportan a lo tories.
La lógica imperante en el Madrid oficial –que
personalmente no confundo con el Madrid real- es que todo eso es una campaña de
CiU –más en concreto, de Mas-. Y hacen la lectura de lo que ocurre en clave
politiquera. Un grave error: Mas no intenta hacer otra cosa –con malos
resultados- que ponerse a la cabeza de un movimiento social que no controla. De
ahí que la utilización de todos los poderes del Estado –incluso, las cloacas y
la prensa- contra buena parte de las instituciones claves del catalanismo no
tenga prácticamente efecto en el movimiento emergente. Simplemente, éste existe
al margen de CiU. Y mostrar los intestinos podridos de dicha organización –lo
que es de agradecer desde una perspectiva democrática- no es otra cosa que
poner en evidencia la corrupción instalada en el sistema vigente (y no sólo en
CiU)
Sin embargo, el movimientismo catalanista
comporta desde mi punto de vista un particularismo engañoso: porque el problema
no es PP, sino las políticas neoliberales (que tan bien se complementan con los
postulados del viejo absolutismo religioso) Una Cataluña independiente no
podría ser ajena a los vientos que recorren el mundo imponiendo la reversión de
las rentas sociales. Entre otras cosas porque montar un nuevo Estado exige
mucho dinero y habrá que acudir a pedirlo prestado a “los mercados”. A
lo que cabe añadir que la
actual CiU –y sospecho que también buena parte del actual
núcleo dirigente de ERC- no le hace precisamente ascos a las políticas
neoliberales (baste con ver el historial y los escritos del Conseller de
Economia)
La solución, por tanto, no pasa por mirarse
el ombligo, sino por el análisis y las propuestas alternativas a escala
internacional. Lo cual, sin embargo, no es contradictorio con constatar que el
problema catalán sigue existiendo. Y que ahora, tras la humillación sufrida por
el nuevo Estatut, ya no se arregla con cuatro competencias más o una
modificación del sistema fiscal.
El movimientismo catalán ha tomado como
eslogan el “dret a decidir” (el derecho a decidir) Pero ése es un lema
engañoso. Sin duda que Cataluña es una nación (y podemos discutir si en los
actuales momentos dicho concepto tiene sentido… pero también respecto a España)
Y como tal tiene derecho a decidir. Pero puede decidir sobre lo propio (por
tanto, si se independiza) pero no, sobre lo que compete también a otros
territorios (así, otra estructura del Estado español)
A ello cabe añadir que lo que en principio se
convocará el próximo 9 de noviembre no es un referéndum, sino una consulta. Un
referéndum es vinculante para los poderes públicos (por ejemplo, el de la
entrada de España en la OTAN …
aunque con unas determinadas condiciones, luego incumplidas, sin que nadie
dijera nada al respecto); una consulta sólo es eso: saber qué piensan los
ciudadanos, sin que el Gobierno tenga mandato alguno (con independencia de las
consecuencias políticas). Lo que –en su caso- estará en juego el 9N es, por
tanto, el “derecho de los catalanes a ser consultados y saber su opinión”. Si –hipotéticamente- dicha consulta se
celebrara y la respuesta mayoritaria fuera la independencia, eso no tendría
efecto jurídico alguno (aunque, obviamente, sí político), salvo declaración
unilateral de separación (escenario catastrófico en los actuales momentos, al
no contar con soporte internacional de ningún tipo y no constar “plan B”,
al menos, conocido)
Pues bien, en esta materia todo el mundo hace
trampas: lo del 9N no es el “dret a decidir”. Pero así se vende desde
Cataluña y también desde el PP y el PSOE. Baste con ver el debate en el
Parlamento español al respecto: sólo Joan Coscubiela intentó explicar de qué se
trataba.
Pero miremos ahora dicho proceso desde otro
prisma: el debate nacionalista ha conllevado que se apruebe una Ley de
Consultas. Por tanto, una norma que prevé los mecanismos de participación
política directa de los ciudadanos. En una lógica que se ha extendido también a
otros territorios, por ejemplo, Andalucía, con una ley prácticamente mimética a
la catalana (como ya ocurrió con el Estatuto, sin que en este caso nadie
pusiera el grito en el cielo ni interpusiera recursos de inconstitucionalidad)
Y es un modelo validado por la STC
42/2014 –en relación a la declaración de soberanía del Parlament de Catalunya-
(aunque requiriendo, sin demasiada concreción la validación por el Parlamento
español)
A uno le hubiera gustado que la primera
consulta que se hiciera a los ciudadanos no fuera el tema nacional, sino si se
está de acuerdo con determinadas políticas impuestas “desde arriba”
(recortes del Estado del Bienestar, de la Seguridad Social ,
la reforma del art. 135 CE,…)
Lamentablemente no ha sido así. Pues bien, en
esa tesitura yo reivindico el derecho a votar el 9N. Y, en mi caso, para votar
no a la independencia (aunque sí respecto a la primera pregunta respecto a la
formación de Estado propio) Porque quiero que se me consulte sobre una cuestión
central en el actual debate político español, que lleva siglos pendiendo y
respecto a la cual el desarrollo real del modelo constitucional no ha dado una
solución eficaz. Así se sabrá qué piensan los ciudadanos de Cataluña y, en consecuencia,
habrá que adoptar medidas políticas.
Pero junto a ello reivindico que se me
consulte sobre aquellas otras cosas y aquellas políticas que están afectando
negativamente a la mayor parte de los ciudadanos en beneficio de unos pocos. O,
por ejemplo, respecto al modelo de ciudad de Barcelona. Aunque no decidamos, al
menos que se sepa qué pensamos.
Otro modelo de democracia, en suma. Algo que
están revindicando las personas que se mueven en “lo nuevo”.
Por eso, si se convoca una manifestación
cuando se suspenda la consulta del 9N yo le daré apoyo (lo que no he hecho con
otras movilizaciones masivas anteriores). Porque se trata de poder expresar la
opinión sobre cuestiones centrales de nuestra vida colectiva que no pueden ser
dejadas en manos de meros gestores delegados, ni al albur de genéricos
programas electorales luego incumplidos. Yo quiero que se me consulte para
decir no a la
independencia. Y si se coarta dicho derecho se estará
afectando gravemente a un modelo democrático más efectivo que la simple
delegación.
5. Y para acabar el rollo
que les he soltado… volver a empezar
No estaría de más que los ciudadanos
insatisfechos con el bajo nivel de democracia existente en España y que
constatan el fracaso del actual modelo constitucional, empezaran a pensar en
los cimientos del nuevo modelo alternativo que debe regir la vida colectiva. Y
no sólo desde el movimientismo ahora organizado, sino también desde la
izquierda real –sin sectarismo y olvidándose de sillas- y, especialmente, los
sindicatos y los distintos y variados movimientos sociales (incluyendo mi
asociación, Jueces
para la Democracia :
lo llevamos en el nombre).
Y en esa perspectiva el trabajo –entendido
como la actividad principal de la especie- cobra una especial significación.
Algo de eso se ha propugnado desde este blog en fechas recientes. Empecemos,
por tanto, a pensar un modelo alternativo de relaciones en la empresa, de
modelo de empresa, de poder en la empresa, de las relaciones entre empresa y
sociedad, de los mecanismos de superación de la alienación del trabajo, de la
dignidad de los trabajadores, de la readecuación de los mecanismos de
protección social…
Todas esas posibilidades alternativas
hubieran tenido cabida en la
Constitución que yo voté. Pero ahora –cuando los que se
opusieron a la misma se la han apropiado- ya no resulta posible. Y no basta con
cuatro retoques. Se trata de articular otro modelo, más perfecto y
participativo, de democracia.