Cuando echaron en el Cine de Benítez --su pomposo nombre oficial era Coliseo Fernando e Ysabel-- “La gata sobre el tejado de zinc” no se oía respirar ni un alma. El patio de butacas y el gallinero estaban atestados. El todo Santa Fe, capital de la Vega de Granada, no quiso perderse el acontecimiento, a pesar de que el mester de clerecía, el beaterio y el beaterío tronaron con más fuerza incluso que cuando, muchos años atrás, se proyectó Gilda. Toda una prueba de que Rouco Varela iba pintando cada vez menos. O, tal vez, porque las braguetas no querían perderse la mirada de Liz Taylor y las señoras tampoco disimulaban su querencia hacia Paul Newman. Lo que prueba que también en las braguetas y los escotes está el Señor. De igual modo aquello significaba que en Santa Fe se había dado un cambio estético: los hombres abandonaban a Estrellita Castro por la Taylor y las hembras dejaban atrás al mítico Bob Steele (a quien conocíamos por Bojtele) por Paul Newman.
Lo que nadie entendió de la película era por qué Paul Newman le daba más a la botella de güisqui (si hubiera sido de Anís Machaquito lo hubiéramos entendido)que a la peineta de la Taylor: el bebistrajo no tenía ni punto de comparación con la gata. Vamos, que no nos entraba a la cabeza ni a los machos ni a las hembras.
Días más tarde todavía duraba el misterio. Aquello era la comidilla santaferina. Unos decían que si pitos; otros que si flautas. Fue un debate más intenso que aquella discusión, décadas después, sobre el guión entre el marxismo y el leninismo. Juan de Dios Calero, una de los tribunos de la plebe más autorizados, preguntó dubitativamente a los parroquianos del Bar Chiquilín –la cocinera era la esposa del patrón y madre de Rafael Rodríguez Alconchel-- “que posiblemente la respuesta estaba en que Paul Newman era de Cádiz”. Mi padre salió al caso con prontitud: “Imposible, compadre, ese tío no es de Cádiez, es americano”. Y todos quedamos con la cabeza caliente y los pies fríos. Todavía sigue el misterio, aunque los debates han sido reemplazados por otros de mayor o menor coturno. Pero en todo caso queda el recuerdo de la biografía del Cine Benitez y, especialmente, de cuando Ferran Adrià estuvo haciendo prácticas y aprendiendo a cocinar de la mano de la señora de Chiquilín (padre). Deseamos que el hijo gane las próximas elecciones municipales.
Lo que nadie entendió de la película era por qué Paul Newman le daba más a la botella de güisqui (si hubiera sido de Anís Machaquito lo hubiéramos entendido)que a la peineta de la Taylor: el bebistrajo no tenía ni punto de comparación con la gata. Vamos, que no nos entraba a la cabeza ni a los machos ni a las hembras.
Días más tarde todavía duraba el misterio. Aquello era la comidilla santaferina. Unos decían que si pitos; otros que si flautas. Fue un debate más intenso que aquella discusión, décadas después, sobre el guión entre el marxismo y el leninismo. Juan de Dios Calero, una de los tribunos de la plebe más autorizados, preguntó dubitativamente a los parroquianos del Bar Chiquilín –la cocinera era la esposa del patrón y madre de Rafael Rodríguez Alconchel-- “que posiblemente la respuesta estaba en que Paul Newman era de Cádiz”. Mi padre salió al caso con prontitud: “Imposible, compadre, ese tío no es de Cádiez, es americano”. Y todos quedamos con la cabeza caliente y los pies fríos. Todavía sigue el misterio, aunque los debates han sido reemplazados por otros de mayor o menor coturno. Pero en todo caso queda el recuerdo de la biografía del Cine Benitez y, especialmente, de cuando Ferran Adrià estuvo haciendo prácticas y aprendiendo a cocinar de la mano de la señora de Chiquilín (padre). Deseamos que el hijo gane las próximas elecciones municipales.